Liesel
no comprendía absolutamente
nada, no comprendía el por
qué había que disimular
su condición enmascarándola
ya que el sentido común
le decía que nadie puede
ocultar una humilde procedencia
aunque el caballero pensase
de otra forma, sin embargo
asintió en silencio con
la cabeza.
Volvió
el cochero y reemprendieron
la marcha.
Wilhelm,
que nunca había tenido a
su cargo mujer alguna, empezaba
a dar muestras de un celo
bastante paradójico en quien
se autoproclamaba sin empacho,
librepensador, y siguiendo
con ese comportamiento tan
singular, aconsejó a la
muchacha -cuando el cabriolé
se detuvo frente al castillo,
ante cuyas puertas ya les
aguardaba el mayordomo del
mismo alertado por la carrera
del tronco de caballos-,
que no descendiera aún mientras
él si lo hacía reuniéndose
con el mayordomo.
Aturdida
por la rapidez con que los
acontecimientos se habían
encadenado dentro del intervalo
de muy pocas horas, Liesel
no atinaba a pensar con
demasiada claridad; el día
precedente ella era una
criada en la posada de Hauptmann
y todavía aquella misma
mañana se había levantado
siéndolo, pero ahora, cambiada
su suerte como por arte
de magia, había pasado de
fámula a amanuense con la
prohibición expresa de que
no debía volver a ser criada
nunca más, y no sólo eso;
hasta tendría que vestirse
de otra manera.
¿Exageraba
von Reisenbach? Liesel aspiró
profundamente el aroma de
las flores que adornaban
los macizos del jardín del
castillo y contemplándolo,
se dijo para sí, que fuerza
era cambiar, pues todo cuanto
la rodeaba nada tenía que
ver con su entorno habitual.
Era
la primera vez que podía
ver en toda su total magnificencia
un auténtico castillo bien
que restaurado ya que hacia
cien años fuese presa de
un pavoroso incendio que
sólo llegó a respetar varios
torreones y algunos muros.
Altenburg era una leyenda
por dicha causa pues la
restauración se llevó a
cabo en el transcurso del
fin de siglo con el comienzo
del nuevo, y así, el castillo
sólo había conservado de
tal el nombre porque dejó
de ser una fortaleza para
convertirse en una especie
de mansión palaciega de
curiosa factura, toda pintada
de blanco y con las cúpulas
de los torreones de un gris
azulado, reluciente bajo
el sol. Su puerta abríase
sobre una terraza y esta
descendía suavemente en
el despliegue de una escalinata
dividida en dos amplias
alas. La fachada estaba
llena de ventanales largos
y estrechos siendo flanqueada
por los macizos torreones
cuyas diminutas ventanas
eran recuerdo de un tiempo
en el que se recibía al
enemigo a tiros de ballesta.
La
pobre Liesel pensó que todo
aquello era demasiado regio
para ella y, por primera
vez, saliendo de su ensueño,
comenzó a percatarse de
que el mundo en el cual
se introducía era por completo
desconocido para ella, comenzando
por su nuevo patrón, aquel
recuerdo amable del caballero
que la socorrió una vez,
y que ahora se le antojaba
un perfecto extraño, ¿alguna
vez había dejado de serlo?,
porque el impacto que le
causó a los 13 años nunca
fue olvidado; acostumbrada
a hombres toscos y rudos,
groseros las más de las
ocasiones, patanes, en suma,
él se le apareció, a sus
deslumbrados ojos de niña,
como un ser incomparable,
de hecho para ella lo era,
y tan hermoso que no creyó
entonces, y ni tan siquiera
ahora que ya tenía, diez
y seis años recién cumplidos,
que en todo el mundo pudiera
existir alguien que le superase
en apostura y belleza. Su
rubia melena le aureolaba
el rostro otorgándole un
aspecto de languidez y rebeldía
al mismo tiempo, sus ojos
eran de un azul insondable,
la mirada profunda, reflexiva
o examinadora según se quisiera
entender, la nariz aguileña
y los labios... Liesel pensó
en un momento de desvarío,
que le gustaría ser besada
por esos labios, mas despertó
de la momentánea locura
diciéndose que una fregona
de nacimiento como ella,
no tenía derecho a imaginar
semejantes cosas; ella era
de clase inferior por mucho
que la hubiesen elevado
de categoría en su recién
estrenado empleo, y las
mujeres de clase inferior,
como la arcilla frente a
la porcelana, no eran aptas
más que para los hombres
de su misma condición, el
posadero Hauptmann, por
ejemplo. Lo evocó con un
estremecimiento de repugnancia,
viejo asqueroso que la había
perseguido siempre con sus
propuestas matrimoniales
y que aguardaba, gordo y
vigilante como una araña
en el centro de la tela,
que ella hubiese estado
lo suficientemente desesperada,
o fuese lo bastante calculadora
y ambiciosa, como para consentir
en aquel matrimonio aborrecible...
Sonrió de improviso, ¡menudo
disgusto iba a llevarse,
a su vuelta, con la huída
del pájaro enjaulado!
La
figura de Wilhelm descendiendo
por las escalinatas rápidamente,
la arrancó de sus meditaciones.
Como el poeta venía sonriente
Liesel se sintió aliviada
ya que verle silencioso
y serio le producía un gran
desasosiego al temer que
algo que ella hubiera dicho
o hecho inadvertidamente,
pudiese molestarle.
Él
subió de un salto al carruaje,
y, sin mediar palabra, el
cochero de nuevo se puso
en marcha, a lo que Liesel,
aunque muy sorprendida,
no se atrevió a preguntar
el por qué, no hizo falta,
sin embargo, ya que el caballero
la informó en pocas palabras
como si hubiera leído su
pensamiento.
-No
vamos a instalarnos aquí,
sino en el pabellón del
parque, en donde ya todo
está dispuesto para recibirnos.
Liesel
se abismó en un silencio
meditabundo que desconcertó
a su interlocutor.
-¿Qué
es lo que sucede? –inquirió
él entonces.
-¿Hay
servicio?
Wilhelm
la contempló unos instantes
perplejo y luego se echó
a reír divertido.
-No,
no en el pabellón, pero
vendrán cada día a arreglarlo
y a traernos la comida...
No has de preocuparte por
eso... La única servidumbre
de la que dispondremos,
me lo acaba de confirmar
el mayordomo, será de un
mozo que vendrá mañana a
ocupar el cargo de criado
mío, ya que, el anterior,
prefirió quedarse en Suecia
debido a ciertos asuntos
del corazón.
Ella,
por toda respuesta, sonrió
tímidamente.
¿O
sea que iban a estar solos
en el pabellón?, porque
el criado, como tal, poco
contaba. Liesel tenía las
manos plegadas sobre la
falda y parecía absorta
en su contemplación. Wilhelm
volvió a sorprenderse ante
aquella actitud, ¿qué le
pasaba ahora a la muchacha,
por qué se portaba de forma
tan incomprensible?
Ella
levantó los ojos y, mirando
directamente a los suyos,
expuso preocupada:
-Tendré
que usar guantes, ¿verdad?