Paseando
llegaron al
banco en el
cual aquella
misma tarde,
Liesel había
tomado asiento
y desde donde
se divisaba
la ventana de
la biblioteca
a la que se
había asomado
el poeta.
-Podríamos
sentarnos aquí
un momento;
la noche es
apacible y sus
rumores sosiegan
el alma, ¿no
lo crees así?
Liesel
se cuidó muy
mucho de replicarle
que a ella los
rumores nocturnos
en el jardín
bajo la fantasmagórica
luz de la luna,
la intimidaban
un poco, de
modo que asintió
en silencio.
Durante
unos segundos
no cruzaron
palabra y después
él empezó a
contarle acerca
de la obra que
estaba escribiendo,
el drama teatral
que si no flaqueaba
en su ritmo,
pronto podría
tener acabado,
un mes o dos
a lo sumo, le
dijo. Luego
le habló del
argumento lleno
de entusiasmo
y Liesel descubrió
entonces a un
Wilhelm von
Reisenbach desconocido,
o sea, al escritor,
y éste, lejos
de cohibirla
la atraía con
mayor fuerza.
-...
será una gran
pieza teatral,
Liesel, porque
sus ingredientes
son inmejorables,
un revulsivo
para nuestra
sociedad feudal
que aún duerme
pese a las nuevas
corrientes de
pensamiento
que agitan a
Francia, y,
por extensión,
al resto de
Europa... En
ella hablo de
un tirano, un
pequeño príncipe
palatino, que
pretende gobernar
su feudo de
manera absolutista
sin fijarse
en que los tiempos
están cambiando,
y es injusto
y cruel, pero
un día, por
azar conoce
a una bella
joven, hija
de cierto burgomaestre
y concibe una
torpe pasión
por ella hasta
el punto que
pretende llevarla
a su castillo
sin parar mientes
en que tal comportamiento
es despótico,
pero la joven
resiste su asedio
valientemente
y entonces él
se enamora de
ella y la deja
marchar... Después
de aquello él
piensa que ella
le odia, pero
está equivocado
pues la joven
también se ha
enamorado de
él, solo que,
fiel a sus convicciones
de justicia
y lealtad al
bien común,
decide apartarse
del príncipe,
no sólo en cuerpo
sino en alma
también, y cuando
llega el momento
en el que el
pueblo, harto
de su tiranía,
asalta el castillo
y lo prende,
ella es la primera
que le condena
a muerte en
el juicio que
se le hace.
Finalmente,
él es ajusticiado,
y ella, cumplido
su deber, se
mata puesto
que le amaba
y desea seguirle
a la tumba...
Liesel
le interrumpió
con la voz llorosa:
-¡Esa
mujer no tenía
corazón!
Wilhelm
la miró desconcertado.
-Lo
tenía, no te
quepa la menor
duda, pero supo
anteponer consecuentemente
el deber a sus
sentimientos.
-¡No
–se revolvió
ella sorprendiéndole
aún más-, es
imposible que
tuviera sentimientos,
esa mujer se
portó lo mismo
que un hombre!
-¿Se
portó lo mismo
que un hombre?
–repitió él
como un eco,
interesado.
-Si
señor. Cuando
habéis descrito
ese personaje
no habéis pensado
vos como una
mujer sino como
lo hacen los
hombres, anteponiendo
el deber a cualquier
otra consideración.
Yo nunca hubiera
hecho lo que
vuestra heroína;
de haberle amado
jamás le hubiese
condenado a
muerte; habría
facilitado su
fuga, aunque
no me hubiera
ido con él.
Wilhelm
reflexionó durante
unos momentos.
-Tal
vez tengas razón
–convino-, yo
he pensado como
un hombre, sin
comprender que
las mujeres
sois diferentes...
Creo que debo
trabajar más
el personaje...
¡Muchas gracias,
Liesel, me has
sido de una
ayuda inapreciable!
–se quedó pensativo
unos instantes-
Creo que antes
de irme a dormir
pasaré un momento
por la biblioteca
a realizar unos
apuntes sobre
lo que acabas
de comentarme.
-¡Oh,
no, señor –se
asustó ella,
e impulsivamente
puso su mano
sobre el brazo
del poeta-,
no lo hagáis
porque volveréis
a acostaros
tarde otra vez
y si no descansáis
vais a caer
enfermo!
Wilhelm
dio muestras
de sorpresa
ante aquel arrebato
verbal; no parecía
haberse dado
cuenta del gesto
de la muchacha
que mantenía
la nerviosa
diestra en contacto
con su antebrazo,
presionándolo.
-¿Otra
vez?... ¿Te
desperté anoche
quizás?
Liesel
le miró con
cierto desasosiego,
ya que, por
más que él no
hubiese hablado
con severidad,
la muchacha
temió entonces
haber sobrepasado
sus atribuciones;
le soltó el
brazo bruscamente
y fue esta misma
brusquedad la
que hizo que
él se apercibiera
de su breve
contacto.
-Perdonad
mi atrevimiento,
señor, yo no...
-¿Qué
dices, Liesel?,
tus palabras
no me han ofendido;
me han llevado
a un tiempo
lejano, perdido
irremisiblemente...
–la contempló
con dulzura-
Te has preocupado
por mi, ¡si
supieras cuanto
tiempo hace
que nadie...
! Sólo mi madre
o la suya...
Hacía muchos
años que ninguno
se dirigía a
mí en esos términos...
¡Dios te bendiga,
muchacha!...
E
inesperadamente,
pero sin la
menor doblez
en la intención,
cogió su rostro
entre ambas
manos, y, alto
como era, se
inclinó depositando
un casto beso
en la frente
de Liesel.
La
joven sintió
que su corazón
latía desordenadamente
y creyó que
se iba a desmayar
por la impresión
recibida. Íntimamente
experimentó
una languidez
que jamás la
había asaltado
y notó que la
piel de su cuerpo
entero vibraba
placentera y
dolorosamente
a un tiempo,
algo semejante
al estremecimiento
experimentado
durante el trayecto
en el que ambos
fueran a caballo
mientras dejaban
atrás la Posada
del sauce
y ella enlazaba
con sus brazos
la cintura del
caballero.
Pero
ya Wilhelm volvía
a estar como
antes, sentado
a su lado, aunque
en esta ocasión
guardase silencio,
un silencio
sólo roto por
los susurros
del jardín y
Liesel creyó
que éstos resultarían
insuficientes
para encubrir
los latidos
de su propio
corazón, únicamente
el gorgoteo
del manantial,
a lo lejos,
semejaba ofrecerle
una piadosa
complicidad.
Wilhelm
respiró profundamente.
-¿Escuchas
el rumor del
manantial?,
su agua brota
de unos peñascos
que los sucesivos
duques tuvieron
siempre el buen
sentido de no
mutilar, enmascarando
en una fuente
de mármol...
Estos peñascos
con singulares
y dignos de
ser admirados,
a mí me recuerdan
esos túmulos
pétreos que
en Inglaterra
denominan “piedras
de la hadas”
por lo bellos
y misteriosos
que resultan...
Debes visitarlo
si no lo has
hecho todavía;
el manantial
construyó un
remanso orillado
de piedras que
se esconden
entre altas
hierbas, lo
que hace que
recuerde un
embalse natural...
Es un lugar
idílico y en
el hay bancos
rústicos que
se ofrecen a
la fatiga del
caminante...
Sombreado por
la cúpula de
altos árboles,
un dosel verde
se refleja en
las aguas y
allí te crees
a resguardo
del mundo y
sus viles asechanzas.
Liesel
continuaba muda
aunque su alterada
respiración
traicionaba
aquella aparente
serenidad, sin
embargo el caballero
no se apercibía
de nada en absoluto,
vuelto a sumirse
en sus meditaciones,
por una parte
la obra de teatro,
por otra los
recuerdos de
su hogar.