A la hora de comer, las personas que descendieron por las escalinatas
del pabellón, eran muy
diferentes de las de días
pasados; bajaban los escalones
felices, con las manos
enlazadas, los ojos de
la una buscaban los de
la otra mientras los labios
se picoteaban con besos
pequeños que en Wilhelm
descendían por la garganta
de la muchacha estremeciéndola
de placer.
Comieron entre risas y sin darse cuenta de lo que comían y
como de nuevo Otto no
estaba allí, Liesel acabó
sentada sobre las rodillas
del poeta ofreciéndole
en sus labios las cerezas
que llenaban un frutero
de plata y entre cereza
y cereza volvían a besarse
de nuevo.
Wilhelm estaba maravillado; la jovencita se le había entregado
con la mayor inocencia,
inocente de verdad puesto
que era su primera vez,
y una mezcla de ternura
y deseo, habían suplido
en Liesel a la inexperiencia
con lo de engorroso que
ello puede tener para
un hombre avezado a los
lances amorosos y a su
fácil deleite, porque
en esta ocasión también
para él fue la primera
en la cual no le estimularon,
tomando Wilhelm la iniciativa
y todo fluyó con sencillez
en un encuentro sexual
que parecía haber estado
esperándoles desde el
comienzo de los tiempos...
Predestinados, diríase
años más tarde el poeta
al evocar ese precioso
instante, en el que, sin
embargo, Wilhelm procedió
con exquisita delicadeza
procurando que el acto
fuese lo menos doloroso
posible para ella, y aunque
hubo grito y sangre –experiencia
que él juzgaría inolvidable
y a la que dedicó más
tarde un poema lleno de
metáforas-, todo pareció
ser prontamente olvidado
por Liesel cuando el placer,
un goce inconscientemente
anhelado, la invadió de
forma arrolladora en contra
de lo que afirman muchos
teóricos de la desfloración,
para la que sólo auguran
sufrimiento y posterior
sentido de culpa.
Aquel día se arrullaron como dos palomos, sin pensar ni en
diferencias sociales ni
en el mañana, y tampoco,
todo hay que decirlo,
sin pensar en nada que
tuviera que ver con la
literatura. Parecían dos
niños que hubieran descubierto
inesperadamente que el
mundo existía y que ese
mundo era suyo solamente.
Cuando llegó la noche ella fue al aposento de Wilhelm e hicieron
nuevamente el amor -porque
ambos lo deseaban y la
muchacha era una joven
sana y fuerte y no una
melindrosa damita de las
que se desmayan en su
noche de bodas-, durmiéndose
después uno en brazos
del otro, íntimamente
enlazados, y apenas amaneció,
el poeta no fue al remanso
del manantial a bañarse,
sino que de nuevo sacrificó
a Venus con gran complacencia
por las dos partes. Más
tarde, ella tuvo que reintegrarse
a su habitación y cuando
las criadas llegaron por
la mañana, fue una satisfecha
Liesel quien les dio los
buenos días.
A partir de entonces, las semanas que siguieron fueron deliciosas,
tanto para la joven como
para Wilhelm. De repente
se habían descubierto
y vivían el uno para el
otro completamente absortos,
lo cual no significa en
modo alguno que las desventuras
del príncipe y Sabine
hubieran sido olvidadas
pues el poeta continuaba
escribiendo sin apartarse
de su rígido horario,
sólo que ahora Liesel
tenía un lugar en la biblioteca
y comenzaba a pasar en
limpio el acto primero
de la pieza teatral. “Un
primero borrador, le había
dicho Wilhelm, para tener
las cosas todavía más
claras llegado el momento
de darla por terminada.”
Pero ella ya no se cuestionaba nada; vivía el presente con
intensidad minuto a minuto,
y si en vez de copiar
hubiese fregado suelos
como antaño, no le hubiera
importado un ardite teniendo
junto a ella a su amado
Wilhelm. Criada o amanuense
tanto daba, lo verdaderamente
importante era estar allí,
sentirle cerca, levantar
la vista y contemplarle
en silencio, la rubia
cabeza inclinada absorta
sobre el papel, escuchar
el rasgueo minúsculo de
la pluma al escribir,
él haciendo una pausa
que aprovechaba para lanzarle
una tierna mirada que
Liesel sorprendía feliz,
sonriendo entonces ambos
poseídos de una complicidad
perfecta que no alteraban
las palabras... Nada había
existido antes fuera de
aquella sala tapizada
de estanterías repletas
de libros y a ella se
le antojaba imposible
que hubiera podido vivir
hasta el momento, o creer
que vivía, sin él.
En un dulce instante de reposo le había confiado su gran secreto,
como empezó a amarle,
sin darse cuenta consciente
de ello, desde aquella
lejana mañana en la cual
él intervino a su favor
enfrentándose con la princesa
Charlotte Theresa, y que,
por lo mismo, si había
aprendido a leer y a escribir
lo hizo motivada por el
afán de que sus mínimos
conocimientos la llevaran
hasta él.
-¿Cómo? –preguntó halagado Wilhelm.
-Soñaba con que un día, siendo lectora de una dama de calidad,
vos aparecierais en su
salón...
-¿Y... ? -la interrumpió él conmovido.
-Y entonces, cuando os marchaseis, yo me haría la encontradiza
en el jardín, con vos,
y os revelaría mi identidad.
Wilhelm la besó en la frente.
-Posees mucha imaginación, pequeña Liesel, tendrías que escribir.
Ella sonrió con picardía.
-Tal vez lo haga... algún día.
Pero de momento sólo copiaba.