El
caballero miró, con el ceño fruncido,
a través de la abierta ventana de la
Posada del sauce; era una agradable
mañana pre veraniega y después de la
reparadora noche de descanso que había
seguido a un viaje muy largo y fatigoso,
hubiera sido más lógico verle sin arrugas
en el entrecejo y con una inconsciente
sonrisa en los labios ya que el día
se presagiaba hermoso y su destino,
en uno de los tantos giros inesperados
a los que le tenía acostumbrado, volvía
a serle favorable. Pero él no parecía
considerarlo desde este ángulo pues
su mirada era de preocupación y sus
pensamientos iban a tenor de ella.
Habían
transcurrido ya dos años desde la última
vez que tuvo que salir de su país –su
estado, mejor dicho, ya que en esa época
Alemania no existía como nación sino
que era un conjunto de pequeños estados-,
enmascarada aquella indudable huída
bajo la justificación de haber sido
invitado por el rey de Suecia Gustavo
III, quien pretendía del poeta le escribiese
un drama histórico a propósito de cierto
mítico héroe sueco, invitación oportuna
que le fuese en verdad providencial
en momentos en los cuales su situación
en la patria se presentaba algo ambigua
con un príncipe de Landeinwärts enfadado
con él, no se sabe si porque su esposa,
Charlotte Theresa, en una de esas mudanzas
femeninas tan desconcertantes, le había
retirado su favor públicamente mostrándose
con Wilhelm von Reisenbach tan contraria
como antes fuera defensora suya en el
estúpido incidente de su Oda al hombre
libre.
Escrito
el drama, encargo del rey, en seis actos,
lo que llevó bastante tiempo, un largo
año, ya que tenía que documentarse a
fondo respecto a la leyenda del héroe,
y la información había que buscarla
entre mil y un legajos, su puesta en
escena, rescribiéndola constantemente,
consumió meses de intensos ensayos,
una vez se halló la compañía idónea,
complicándose la cosa con unos amores
fuera de programa con su primera actriz,
cierta ardiente veneciana toda pasión
y celos, que le dejaron exhausto en
lo físico e intelectual. Por suerte
para él, Rosina, que tenía veleidades
operísticas también, se encaprichó repentinamente
de un compositor de moda, recobrando
Wilhelm, por esta causa, su libertad,
circunstancia que aprovecharía, para
marchar de Suecia y regresar a su –lo
denominaremos así-, país, sabiendo que
el éxito en tierras suecas era para
él una garantía de respeto en el suyo,
ya que con el paso del tiempo, el escándalo
referente a la oda también parecía haberse
olvidado... o, al menos, amortiguado
considerablemente, eso pensaba, mas
al regresar, los recuerdos empezaron
a hacerse intensos y dolorosos porque
su marcha la provocó una injusticia
y la tierra en el que se encontraba
parecía haber dejado de pertenecerle.
Siendo
hijo único, con una madre viuda de militar
ennoblecido por su voluble príncipe,
y que había muerto, ella, cuando él
contaba 17 años, no le quedaba en el
mundo nadie de su familia directa, aunque
sí unos primos lejanos, pero nadie más;
incluso la abuela materna había fallecido,
y desde que su madre faltara habíase
visto obligado a ganarse el sustento
dando clases de latín y griego ya que
supo cursar con aprovechamiento unos
estudios bastante completos, aunque
sin programa concreto, sugeridos por
un buen amigo paterno quien juzgara
oportuno el que tuviese buena base académica
considerando la escasez patrimonial
del joven. Éste, sin embargo, nunca
demostró, aparte de su amor por la literatura,
cualquier vocación definida que pudiese
establecerle económicamente, y si estudió
fue sólo por complacer a su madre preocupada
por el porvenir de aquel hijo que no
quería ser militar como el padre y a
quien le gustaba escribir versos.
Muerta
la pobre señora, Wilhelm se dedicó a
la enseñanza con la vaga promesa de
que cursaría alguna carrera, promesa
incierta con la que su protector, aquel
amigo del padre, tuvo que conformarse,
porque estando él mismo en el ejército,
bastante tenía con obedecer el mandato
de sus superiores en una época particularmente
convulsa entre los estados.
En
medio de tantos avatares, el joven tuvo
la suerte de poder conseguir el puesto
de preceptor de los hijos de un Consejero
y así pudo vivir varios años al abrigo
de penurias económicas y dentro de un
marco de nivel social elevado y culto
que en tres ocasiones le brindó la posibilidad
de viajar con la familia pudiendo conocer
de tal suerte otros países y otras cortes,
y, lo que había de ser su aparente perdición,
otras corrientes de pensamiento.
Mientras,
escribía poemas que eran leídos con
agrado e incluso llegó a publicar un
libro de poesía, los Versos azules,
al que siguió un segundo, El eco
del viento perdido, y después una
pieza de teatro en tres actos, de tema
histórico, y como todos tuvieron una
excelente acogida, tanta, que hasta
princesas de sangre real leyeron los
unos y fueron espectadoras de la otra,
ello significó su entrada en el gran
mundo por la puerta destinada a quienes
hacen del arte una profesión. Vino,
pues, una época dorada en su vida que
concluyó de forma brusca y desagradable
cuando su Oda al Hombre libre
se hizo famosa, alertando a la nobleza
al traer sospechosos aires revolucionarios
y como en Francia las cosas del pensamiento
empezaban a asustar debido a autores
como Voltaire y Rousseau, que no se
inhibíeron precisamente a la hora de
exponer sus opiniones, la Oda al
Hombre libre de Wilhelm von Reisenbach,
hizo el efecto de un revulsivo en la
aristocracia, y de ahí, el resto que
ya conocemos.
Por
todo ello el joven caballero estaba
preocupado; volver era muy grato a su
corazón, los campos y bosques de su
infancia, su cielo y su tierra natales
tan añorados, mas, ¿demostrarían sus
compatriotas, la clase alta en particular,
que habían olvidado? De nada servía
que se le hubiera comparado con Goethe
e incluso con Schiller, si, ahora que
estaba de nuevo en su patria, le volvían
la espalda.
Unos
discretos golpecitos resonaron en la
puerta de la habitación de la posada
en donde él se encontraba, arrancándole
de sus meditaciones.
-¡Entrad!
La
puerta se abrió dando paso a una muchacha
de unos quince a diez y seis años, alta,
esbelta, de cabellos castaños que recogía
bajo la cofia y poseedora de un par
de inmensos ojos oscuros. Como su tez
era trigueña y su expresión distaba
de ser la bovina que habitualmente poseían
los criados, él pensó que aquella moza
debía tener sangre zíngara por su desenvoltura
y su aire decidido de persona acostumbrada
a caminar por la existencia sin protecciones
ni ayudas de ninguna clase. Zíngara
fue la raza que le vino a la cabeza
pese a que los rasgos de la chica no
pertenecieran a ella –por otra parte
resultaba improbable que una trashumante
se convirtiese en sedentaria-, ¿tal
vez húngara, española?... ¿O provenían
sus ancestros de la península italiana?
Sonrió para sí, ¡no lo quisiera el hado!
La
joven hizo una semi reverencia.