El
problema se resolvió
de una manera muy
sencilla. al otro
día, Liesel bajó
al pueblo con Otto
pues aquella misma
mañana sus serviciales
doncellas le indicaron
el taller de un
par de hermanas
que se dedicaban
a la costura ya
que siendo Alt-burg
feudo principal
–aunque el nombre
se repitiera en
otros con variantes
ya que de viejos
castillos había
infinidad en el
estado-, y viviendo
mucho comerciante
enriquecido y deseoso
de aparentar, el
negocio les iba
muy bien; abundaba
la clientela y las
hermanas siempre
estaban al tanto
de las modas para
satisfacer una demanda
creciente que las
empujara a establecer
relación con otras
ramas del arte del
vestir y así disponían
de una amplia red
de conexiones en
las que entraban
desde sombrereros
hasta maestros zapateros
pasando por lenceros
y hasta pequeños
artesanos en joyería.
Liesel entonces,
se encargó varios
trajes -entre ellos
uno de viaje porque
estimó que resultaba
necesario dada la
disposición del
poeta a no echar
raíces en ninguna
parte-, y un ajuar
completo de ropa
interior en el que
iban incluidos un
par de corsés, prenda
que nunca había
utilizado y que
ahora se vería obligada
a usar con aquellas
ropas, también encargó
dos sombreros y
varios pares de
guantes. En cuanto
a las modistas,
les arrancó la firme
promesa de que lo
tendrían todo dispuesto
en el plazo de tres
semanas, ya que
ese era el espacio
de tiempo previsto
para la llegada
del duque, y puesto
que la joven dama
procedía del castillo,
todas sus exigencias
fueron aceptadas
con servil aquiescencia.
En
opinión de Wilhelm
tales premuras y
angustias sólo eran
bobadas intrascendentes,
aunque sí convenía
en que la muchacha
estaba en su derecho
al no querer que
la confundiesen
con una “sobrina”,
y reflexionando
sobre el particular
le hizo gracia que
llamase a los trajes
en litigio uniformes,
lo cual ponía en
evidencia su ingenio,
una inteligencia
natural viva y ansiosa
de conocimientos
que él aplaudía
sinceramente. Mas,
aparte de todas
esas consideraciones,
nacidas al socaire
de un incidente
por completo baladí,
lo que al poeta
personalmente le
inquietaba, pues
de ello dependían
muchas cosas, es
decir, su propio
futuro en el país
que le viese nacer,
era la acogida que
pudiera darle el
duque a su obra
teatral; con el
beneplácito de Emil
Konrad, y por supuesto
su mecenazgo, la
obra de teatro podría
estrenarse en la
capital significando
eso la presencia
del príncipe, porque
si el rey de Suecia
no se había mostrado
remiso a la hora
de hacerle un encargo,
subvencionado con
harta generosidad,
honrándole después
personalmente en
el estreno, con
todo lo que a
posteriori entrañó,
su propio soberano
no iba a ser menos,
y si el príncipe
le distinguía con
su interés, podría
empezar para el
caballero von Reisenbach
una dulce y dorada
etapa en el suelo
patrio, erradicado
el estigma de librepensador
demasiado revolucionario.
Su príncipe era
de mente abierta
–tal creía el poeta-,
sólo que las guerras
y los consejeros
a veces no hacían
sino retrasar y
confundir las cosas,
y de nuevo el pensamiento
volvió a Liesel
recordando cierto
comentario hecho
por la jovencita
sobre la pieza teatral.
“-¿No
os pueden acusar
de traición?”
¿Cómo
iban a hacerlo?;
si en Francia estaban
las cosas como estaban
ello se debía a
la estrechez de
miras de la corona,
pues de pensar de
forma diferente
no habrían llegado
a los extremos que
habían llegado de
discusiones y tensión
constantes motivadas
por no estar a la
altura de la corriente
ideológica que en
la misma nación
se estaba gestando.
Los
tiempos arrastraban
a un cambio radical
de ideas, y, consecuentemente,
de actitudes, de
costumbres, se presagiaba
un mundo nuevo y
su príncipe era
un hombre de ideas
avanzadas. Sí, seguro
que le honraría
con su presencia
en ese estreno que
tanto dependía del
duque de Alt-burg,
pues el príncipe
sabía que el despotismo
engendra rebeldes
y ya se avecinaban
los tiempos en que
la figura del soberano
tenía que volver
a ser la de un padre
para sus hijos y
entonces las revoluciones
no tendrían razón
de ser.
Así
reflexionaba utópicamente
Wilhelm von Reisenbach
mientras la pequeña
y enamorada Liesel
soñaba con sus trajes
nuevos que, sin
ella pensarlo conscientemente,
la iban a elevar
de status,
convirtiéndola en
la pupila del caballero
a los ojos de Emil
Konrad y no en la
heredera de un parentesco
indeseado y vergonzante.
Pero
existía un detalle
en el cual ni la
muchacha ni el poeta
repararon, y que,
sin embargo, iba
a tener mucha importancia,
en el futuro, para
ellos dos.
Cuando,
días más tarde,
la mañana en que
Liesel marchó al
pueblo con Otto
al pescante, para
recoger los famosos
vestidos, que ya
habían conocido
varias pruebas,
se cruzó en el camino
con un lujoso carruaje
que marchaba en
dirección contraria,
o sea, hacia el
castillo, y como
el suyo era un cabriolé
descubierto, ella
pudo ser vista perfectamente
desde el interior
del otro vehículo,
sin vislumbrar,
por intensa que
fuese su curiosidad,
al ocupante del
carruaje. Pero la
intriga duró poco
porque Otto le comunicó
enseguida que se
trataba del coche
de Emil Konrad y
a ella le entró
la aprensión de
si el duque habría
reconocido el traje
que llevaba, y se
prometió que en
llegando a casa
de las modistas
se cambiaría de
vestido enseguida.
A
su regreso al pabellón,
Wilhelm la esperaba
excitadísimo.
-¡El
duque ya ha llegado
–le comunicó-, y
esta tarde debo
reunirme con él
en su castillo;
me lo ha hecho saber
por medio de un
lacayo!
La
levantó por la cintura
y empezó a girar
con ella por la
biblioteca, luego
la dejó en el suelo
contemplándola con
un entusiasmo que
en realidad nada
tenía que ver con
la muchacha, pero
que confundió a
Liesel haciéndole
suponer que admiraba
sus nuevas ropas.
-¿Os
gusta? –dijo ella
abriendo los brazos
para que él pudiese
apreciar la belleza
del vestido, feliz
porque el contacto
mágico de la primera
prenda que estrenaba
en su vida, la había
transformado, por
fin, en una mujer
distinta a sus propios
ojos.
Mas
Wilhelm tenía la
cabeza en otra parte
y dedicándole una
amable sonrisa,
acompañada de un
distraído. ¡oh,
sí!, se dirigió
acto seguido a la
mesa del escritorio,
mientras le decía
con nerviosismo:
-¡Recoge
todo lo que has
copiado, lástima
que el resto no
lo esté aún, pero
eso no tiene importancia,
afortunadamente
yo entiendo mi letra
y, además, la obra
no está concluida!
Decepcionada
por otros motivos,
Liesel intentó poner
buena cara.
-¿Se
la vais a leer completa?
-No,
no, en absoluto,
sólo pasajes.
Y
como continuaba
dándole la espalda
en tanto revolvía
por encima de la
mesa, Liesel preguntó
con voz desmayada:
-Es
muy importante para
vos, ¿verdad?