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¡Liesel era tan frágil!, este pensamiento a veces revoloteaba en la cabeza del poeta atormentándole, pues no concebía, no deseaba ni imaginarlo, que la niña –él siempre la denominaba así en su fuero interno-, pudiese ser víctima de sufrimiento o abusos sin que él pudiese defenderla de ellos como había logrado al arrancarla de las garras del Herr Hauptmann; en ocasiones, incluso, llegaba a reflexionar si su conducta para con ella era la indicada, ya que todas las noches hacían el amor –menos cuando Liesel tenía el período-, y aun a la luz del día si el momento resultaba propicio. Él era su maestro en todo, hasta en eso, y las nuevas enseñanzas que estábale impartiendo, pese a la liberalidad de sus ideas, empezaban a no parecerle del todo correctas aunque en esas lecciones nada de malo hubiera puesto que eran un hombre y una mujer y cuanto realizaban lo dictaba la naturaleza que de esas cosas sabía más que ellos dos.

La noche en que había regresado de su visita al duque, la instruyó en una nueva forma de efectuar el acto, y ella sólo objetó preocupada; “¿eso no os hará daño, señor?”, a lo que él, muy didáctico, se apresuró a desvanecer sus temores rápidamente dándole una corta explicación científica de lo que iban a llevar a cabo, y ella, alumna obediente, desempeñó a la perfección la tarea encomendada colocándose a horcajadas sobre su amante, empezando a moverse rítmicamente encima de un Wilhelm que, pasivo, dejaba hacer con los párpados entrecerrados, liberándose así de las tensiones del día, mientras la acariciaba al tiempo que admiraba la expresión inequívoca de su rostro y la esbeltez de aquel joven cuerpo desnudo arqueándose poco a poco hacia atrás hasta que, con una contracción y un hondo suspiro final, casi gemido, que parecía salirle del alma, se desmoronó suavemente sobre él, haciéndole pensar en una lluvia de flores.

¿Estaban bien orientadas todas aquellas enseñanzas al impartirse a una muchacha tan inexperta?; por nada del mundo hubiera deseado corromperla, algo verdaderamente sencillo en este caso, mas, pensando como mandaban los nuevos tiempos, realmente no había nada de malo en instruirla ya que él era su protector y su responsable y no estaba dispuesto a que nada alterase aquel sentir, por eso no había querido molestarla despertándola para que le acompañase al estanque; Wilhelm era respetuoso y comprensivo y Liesel ciertamente necesitaba el descanso.

La mañana discurrió de forma sosegada, como tenían por norma, después comieron y a eso de las cuatro de la tarde, la joven desapareció para arreglarse adecuadamente en honor del duque de Alt-burg, quien había dispuesto enviarles un carruaje a las seis en punto, y cuando la hora llegó, tanto el poeta como su pupila, ya estaban prestos a marchar.

Liesel se mantuvo callada durante el corto trayecto y Wilhelm supuso que hallabáse muy impresionada por la suntuosidad del carruaje, no el sencillo cabriolé del que ambos disponían, y en el fondo de su ser se sintió paternal ante el juvenil deslumbramiento.

Llegados al castillo, se les introdujo en uno de los amplios salones cuyo lujo nada tenía que envidiar al de la propia corte, y tuvieron que esperar unos breves minutos, que a Liesel se le antojaron siglos, hasta que Emil Konrad hiciera su entrada triunfal, y se dice bien así, porque efectivamente lo fue. Vestido de raso color aguamarina, con una empolvada peluca y encajes por doquier, el duque de Alt-burg en nada se parecía al montero que aquella misma mañana había estado hablando con Liesel, aunque la persona fuese la misma.

La muchacha palideció al reconocerlo y su corazón empezó a latir desordenadamente, ya que la forma de haberse encontrado no era la prevista y, sin embargo, había tenido lugar, el duque y ella, sin ceremonias de ninguna clase, se habían conocido, hablado y hasta conjurado en un pequeño secreto que los transformaba en cómplices.

Wilhelm se adelantó con objeto de efectuar las debidas presentaciones, mas el duque soslayó la intervención y, sonriendo, mientras clavaba sus ojos rapaces en Liesel, dijo:

-Con que esta deliciosa criatura es vuestra pupila, ¿no, von Reisenbach?

Y se aproximó a una aterrada Liesel, quien, no obstante, y debido al pánico, aparentaba gran impasibilidad.

Emil Konrad besó, galante, la mano de la muchacha, y puesto que le daba la espalda a Wilhelm, cuando alzó los ojos le dedicó una sonrisa de entendimiento, ella entonces se humedeció los labios confusa y enrojeció; el duque dejó de sonreír observándola con atención como si pretendiera escudriñar en lo más profundo de sus pensamientos.

-En efecto, señoría, ella es la señorita Elisabeth... –

Wilhelm interrumpióse porque en aquel preciso momento se dio cuenta de que ignoraba el apellido de su protegida.

-Liesel –murmuró la joven instintivamente, ya que se había acostumbrado al diminutivo y no sabía reconocerse en su nombre completo.

El duque recobró la sonrisa y como tenía los dientes muy blancos a ella le hizo el efecto de un lobo enseñándolos.

-Muy apropiado, señorita, muy apropiado... Von Reisenbach –al poeta-, ya me diréis en donde proliferan las familias cuyas hijas son tan deliciosas, porque me gustaría convertirme en el tutor de una pupila semejante.

Los colores subieron de nuevo a las mejillas de Liesel, y la turbación dio paso a la ira en su interior, porque la palabra “pupila” le pareció guardar una humillante connotación con la de “sobrina”, bien que el duque no la hubiera pronunciado.

-¿Os parece, señorita, que marchemos al comedor?

Y cogiéndola de la mano con gran ceremonia, abrieron la marcha mientras Wilhelm les seguía, muy satisfecho de la acogida que Emil Konrad le había dispensado a su pequeña Liesel.

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