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Blog de LA CANCIÓN DE LA MANZANA

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Mis libros en papel...

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Rosina logró su propósito de ser llevada al pabellón con la muda aquiescencia del duque y las sonrisas de complicidad del resto de los invitados. Liesel se había quedado helada pareciéndole que hasta su corazón dejaba de latir; Wilhelm se levantó sin atreverse a mirarla y aquella aborrecible mujer fue tirando de su mano hasta sacarlo del salón para desaparecer acto seguido con él; ni tan siquiera, estaba segura, se había dado cuenta de que ella existía.

El mutis de la pareja fue aplaudido por numerosas risas y comentarios que ponían al descubierto lo que entre ambos, para desconsuelo de Liesel, hubo en tiempos. Tan grande era su aflicción que no se dio cuenta de algo en lo que debiera de haber reparado: la libertad de lenguaje empleada por el duque frente a sus invitados y que la colocaba a ella en evidencia, porque delante de una señorita no se hablaba en esos términos ni se permitía que una desenfadada actriz raptase a un miembro de la reunión con la desenvoltura de quien se halla en su ambiente.

Siguió a esto una pausada charla en la que Emil Konrad ponderó la obra de teatro de von Reisenbach, elogiándola al parecer muy sinceramente. Luego habló de lo bien que leía Liesel y sugirió que se procediese a esa lectura, dándole la réplica Baldassare puesto que “von Reisenbach debía estar muy ocupado en otras lides... enseñándole el pabellón a Rosina, y eso llevaba su tiempo”.

Liesel hallábase en un estado cercano al sonambulismo, veía, oía y no se daba cuenta de nada porque su alma estaba muy lejos de la reunión. Percibió nebulosamente que le rogaban, ¿le ordenaban?, que leyera y miró aquellas hojas de papel que ella misma había copiado durante interminables jornadas recluida en su nido de amor, refugio que ahora estaba siendo profanado por aquella mujerzuela a la que Wilhelm había sucumbido sin ni siquiera resistirse, e ignorando cómo ni por qué, ya que su estado de ánimo no era el más indicado, empezó a leer en voz bastante alta y con la dicción muy clara; después de todo eran palabras que él había escrito y, leyéndolas, se le antojaba que estaba muy cerca de su ingrato amor.

Así transcurrió el primer acto y al llegar a la caída del telón, los presentes aplaudieron con entusiasmo, no se sabe si más a la presencia de ánimo de la joven –porque ninguno de ellos era tonto-, o a su perfecta lectura, e incluso interpretación, ya que el dúo con Baldassare, se desarrolló de manera muy coordinada y sentida; por suerte los parlamentos de cada uno eran largos e iban en páginas separadas.

-Bambina, tesoro! –exclamó muy maternal Fiorella- Sei una brava ragazza, lo hai fatto meravigliosamente!

Y Baldassare:

-Su señoría nos había hablado de vos, señorita Liesel, pero la realidad ha superado toda ponderación... ¿No os interesaría hacer carrera en el teatro?, si lo deseáis nuestra compañía os contratará.

-Sería para mí un placer colaborar en ese descubrimiento, lo que significa, signor Baldassare que podéis contar con mi mecenazgo si la señorita Liesel decide dar un paso tan importante.

Liesel contempló al duque parpadeando como si una luz le cegara los ojos, ¿qué estaba diciendo aquel individuo: teatro, actriz?, ella no quería ser nada de eso, ella sólo quería estar con Wilhelm, los dos juntos, sin nadie. Ella quería matar a Rosina y huir con él muy lejos, lejos del castillo de Alt-burg, lejos de todo si era preciso, lejos... La cabeza le daba vueltas en un torbellino dentro del cual no existía el tiempo... Le pareció sentir que las voces seguían hablando a su alrededor, Emil Konrad y alguien que no era el gordo Baldassare, una voz con acento francés:

-No soy más que un escultor y la señorita tiene una rica coloración...

-¡Oh!, eso lo podemos dejar para otro, hay pintores, pero vos, monsieur Dorigny, sois un gran escultor y Liesel podría serviros de modelo como ninfa de las aguas, pensadlo.

Hablaban de ella como si no existiera, como si pudieran manejar su vida, dictar lo que tenía que hacer, obedecer a extraños, plegarse a sus órdenes, ser una marioneta dócil y sin voluntad sólo porque era una mujer y no tenía a nadie que la protegiese.

Despertó de la bruma en la que estaba sumida al notar que una mano le manoseaba la cara con avidez mal encubierta, y entonces escuchó claramente lo que Emil Konrad estaba diciéndole al artista:

-Apreciad la perfección de esta nariz, la suavidad de los pómulos, el mentón, los labios –se los estaba tocando-, estos labios perfectos...

Philippe-Lucien Dorigny la apartó del duque bruscamente agarrándola por los hombros y la llevó junto a un candelabro con la excusa de apreciar así mejor la pureza de líneas de su rostro.

-Sí, en efecto, saldría un busto muy bello, los cabellos sobre la nuca, desbordándose los rizos, podría ser una verdadera obra de arte –y la miró profundamente a los ojos, esos ojos oscuros, inmensos, húmedos y de patética y desolada expresión en aquellos momentos. El escultor pensó que era una muchacha en verdad hermosa y sobre todo, que aún no estaba corrompida pese a desenvolverse en tan refinados, como peligrosos, ambientes, no los más indicados para una jovencita de su edad; supuso que entre ambos, von Reisenbach y Liesel, había algo más que una altruista tutoría... Eso si no era otra cosa mucho peor: el que la  “pupila” fuese un pagaré ofrecido al duque, como la carne fresca a las aves de rapiña, a cambio de su generoso mecenazgo, y se sintió entristecido de que tanta belleza e ingenuidad pudieran verse arruinadas algún día, porque no ignoraba como el humano comportamiento puede llegar a ser de inicuo en su desmedida ambición.

En esos momentos entró un criado anunciando que la cena estaba servida, y la troupe, nunca mejor dicho, se trasladó al comedor en amable algazara. Liesel lanzó una mirada de angustia al final del corredor en cuya dirección inversa avanzaban, y Dorigny, sorprendiendo el gesto, sintió una extrema piedad por ella, tanta, que no pudo evitar susurrarle al oído afablemente:

-Ya veréis como llega a tiempo para la cena; nunca cometería semejante falta de educación con el duque.

Pero Liesel no estaba tan segura hallándose de por medio aquella omnipotente criatura llamada La Bertuchelli, a quien todo parecía estarle permitido.

 

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