La
mañana les sorprendió
en el mismo lecho,
en esta ocasión
abrazados por
el imperativo
del espacio y
Liesel salió a
buscar un balde
de agua para que
el caballero,
y ella, pudieran
asearse, bien
que precariamente,
muy en contra
de su voluntad.
Con la ropas de
Otto y gracias
a que sus senos
eran pequeños
y podían disimularse
bajo una amplia
casaca, la muchacha
no despertó ninguna
sospecha entre
los miembros de
la guarnición.
Lo cierto es que
ni la miraban,
pues cada cual
tenía sus propias
obligaciones y
los prisioneros
y su servicio
eran cosa frecuente
en la fortaleza,
sólo el caballero
sufría viendo
a la delicada
niña desenvolviéndose
en tan rudos menesteres;
ella tenía que
fregar los suelos
de las dos habitaciones,
hacer las camas
y bajar a las
cocinas a por
los alimentos,
pero lo hacía
contenta porque
eran labores a
las que estaba
acostumbrada.
Luego, a la hora
del paseo por
las almenas, prefería
que fuese von
Reisenbach quien
lo hiciera solo,
argumentando que
ella ya se paseaba
bastante durante
toda la jornada,
y él hubo de transigir
a regañadientes,
sin comprender
que la muchacha
no quería que
les viesen juntos
por miedo a que
cualquier gesto
pudiera traicionarles.
A
media mañana del
primer día de
confinamiento,
Wilhelm fue llamado
al despacho del
comandante Franz
Theodor von Engelhardt,
ilustre militar
próximo al retiro,
a cuyo cargo estaba
la fortaleza,
quien le expuso
con sencillez,
mas revelándose
inesperadamente
un admirador de
sus poemas, como
estaban las cosas:
-Lamento
informaros que
vuestra estancia
en Wolkenbruch
puede ser larga,
ya que las acusaciones
que se os han
hecho son graves
y el príncipe
quiere que se
investigue a fondo...
-¡Qué
me llame a su
presencia y yo
mismo desvaneceré
esas dudas! –interrumpió
impulsivamente
el poeta.
-No
es tan fácil,
von Reisenbach,
no es tan fácil,
y dad gracias
a vuestra estancia
en la corte del
rey de Suecia,
que por esa causa
estáis alojado
aquí y no en los
calabozos de otro
tipo de prisión.
-¿Lo
sabe el rey de
Suecia?
-Lo
sabrá y por ello
es mejor que la
noticia le llegue
estando vos en
Wolkenbruch; para
él sería una afrenta
que el autor de
La leyenda
de Sigurd,
estuviera encerrado
en una mazmorra.
-Alta
diplomacia, por
lo que infiero.
-En
efecto, caballero
–repuso con un
involuntario suspiro
de pesar el comandante-...
Algo más quería
deciros.
-¿Qué
es ello?
-Se
os ha prohibido
escribir todo
lo que no sean
cartas, es decir,
nada de poesía
y mucho menos
obras teatrales.
A
Wilhelm se le
demudó el semblante;
prohibirle escribir
para él era peor
que estar encadenado.
-¿Ni
un solo verso?
-Ni
uno sólo... Creedme
si os digo, señor,
que a mí me duele
más que a vos
esta imposición,
a todas luces
injusta, porque
aquí no ibais
a escribir nada
subversivo por
supuesto, y al
menos la lírica
debiera seros
permitida.
El
poeta, visiblemente
afectado, nada
respondió durante
unos instantes
mientras los ojos
se le llenaban
de lágrimas.
-Sea,
puesto que no
hay más remedio-
dijo al cabo-,
pero al menos
¿podríais hacerme
llegar algunos
libros?; no recogí
ninguno al abandonar
Alt-burg y si
la espera es larga,
no quiero enloquecer
entre estos muros
privado de alimento
intelectual.
-Tendréis
libros, os doy
mi palabra, aunque
serán los de mi
propia biblioteca
os prevengo y
yo soy militar
y no literato,
de lo cual podéis
deducir que pocas
obras de imaginación
poseo, aunque
entre ellas se
cuenten los
Versos azules
y El eco del
viento...
Wilhelm
le miró, primero
con sorpresa y
luego con agradecimiento,
después, emocionado,
atinó a murmurar
roncamente:
-Nunca
podré agradeceros
bastante vuestras
bondades.
-No
hablemos de eso
ahora –dijo el
comandante también
conmovido-. ¿Me
haríais el honor
de cenar conmigo
mañana?
Cuando
Wilhelm regresó
a sus aposentos
lo hizo triste
por una parte
y alegre por la
otra, ya que contar
con un amigo en
la fortaleza de
Wolkenbruch, era
una buena señal
que mitigaba algo
el duro golpe
recibido con la
prohibición de
escribir.
Como
era de suponer,
se lo contó todo
a Liesel y la
muchacha le abrazó,
haciendo cuanto
pudo para consolarle.
-Ya
veréis como no
dura mucho este
encierro –le aseguró
animosa-, y pronto
volveréis a escribir
y a veros reconocido
por vuestro talento.
Wilhelm
la estrechó con
fuerza. Estaban
los dos sentados
a los pies de
la cama, y la
muchacha le susurró
al oído:
-Os
tengo reservada
una sorpresa,
soltadme y os
la mostraré.
-¿De
qué se trata?
–quiso saber él
con melancólica
sonrisa.
Ella
sonrió traviesa.
-Cerrad
los ojos, señor,
y no los abráis
hasta que yo os
lo diga.
Él
hizo lo que le
rogaban y se cruzó
de brazos, esperando,
con expresión
indulgente.
Liesel
se movió por el
cuarto con ligereza
y, al poco, exclamó:
-¡Ya!
Parecía
un juego de chiquillos
despreocupados.
Wilhelm abrió
los ojos y ante
él descubrió a
la criadita de
la posada de Herr
Hauptmann, porque,
menos en el pelo
trasquilado, las
humildes ropas
de sirvienta,
le devolvían a
su antigua Liesel.
-¿De
dónde las sacaste?
–preguntó maravillado.
Ella
rió feliz y corrió
a sentarse sobre
sus rodillas.
-Cuando
despojé al pobre
Otto de su traje,
volé al pabellón
en donde me corté
el pelo rápidamente,
como ya sabéis,
pero lo que ignorabais
es que recogí
mis viejas ropas
y las metí en
el hatillo que
traje conmigo.
Pensé que podrían
serme útiles,
en cuanto dejara
de ser Otto.
-¡Mil
veces bendita
seas, pequeña
mía! –exclamó
el poeta dando
rienda suelta
a su emoción,
y cómo era la
primera vez que
Liesel le veía
sollozar, le abrazó
con infinita dulzura
besándole tiernamente,
y mientras se
mecía con él,
como quien consuela
a un niño pequeño,
empezó a contar
en voz muy baja.
-Hubo
una vez el hijo
de un rey, quien
extraviado por
las dependencias
del servicio en
una granja propiedad
de su padre, dio
en espiar, por
el ojo de la cerradura,
a una porqueriza,
que no era tal
sino una bella
princesa disfrazada
con la piel de
un asno para huir
de cierto amor
incestuoso...
Porqueriza de
día, pero por
la noche vestíase
las ropas de corte
que por intercesión
de su hada madrina
guardaba...
Wilhelm
cogió el rostro
de Liesel entre
las manos y la
miró a los ojos
como nunca lo
había hecho.
-Sí,
Piel de Asno de
día y princesa
de noche, ¿qué
nos importan los
títulos, Liesel,
cuando lo que
cuenta son los
sentimientos?
Más
tarde él le comentó
que Franz Theodor
le había invitado
a cenar la noche
siguiente y ella
se puso muy contenta
por lo bueno que
de aquello podía
resultar para
su amante, ya
que cuantos más
amigos tuviera
allí Wilhelm von
Reisenbach, más
cercana podría
estar la hora
de su libertad.