El
comandante contempló a su prisionero
con escasa simpatía.
-Tendréis
que convenir conmigo, von Reisenbach,
que vuestra conducta es por demás
censurable, y una falta de gratitud
inmensa para con las bondades que
en esta fortaleza os han sido dispensadas...
¿Por qué no me dijisteis que vuestro
criado era en realidad vuestra esposa?;
la hubiéramos alejado discretamente.
-No
me atreví, comandante, confiaba en
que nadie descubriese la condición
femenina de mi servidor.
-¿Por
qué la trajisteis con vos?, ¿cómo
pudo ocurrírseos tamaño disparate?
–preguntó el militar muy disgustado.
-No
la traje, ella ocupó el lugar de mi
criado cuando vinieron a buscarme
vuestros hombres, lo descubrí habiendo
ya arrancado el coche y –mintió una
vez más-, fue tiempo perdido el convencerla
de que aquello no debía ser.
-Si,
las mujeres son neciamente obstinadas...
–convino de mala gana su interlocutor-
Von Reisenbach, estáis metido en un
buen embrollo, porque debo dar parte
de vuestra conducta... y ya sabéis
lo que eso significa.
Wilhelm
bajó la cabeza acongojado.
-Ella
no debe pagar por amarme.
-Y
no pagará, en eso os doy mi palabra,
nadie la meterá en prisión, es vuestra
esposa y vos su responsable...
-¡No
me tiene más que a mí en el mundo,
comandante –le interrumpió el poeta
con vehemencia-, no se la puede arrojar
a los caminos, se moriría, es demasiado
joven e inocente, no sabe nada de
la vida!
-¡No
estaba pensando en eso, von Reisenbach
–se escandalizó el comandante-, yo
no soy ningún monstruo despiadado!...
Escuchadme,
pues lo he estado pensando, tengo
una anciana pariente, una dama respetable
y muy bondadosa que la acogerá como
a una hija si se la envío, y allí
puede quedarse hasta el momento en
que vuestro caso se resuelva.
Wilhelm
se conmovió profundamente al escuchar
aquellas palabras.
-No
sé como agradeceros, señor...
-Cesad
de cometer tonterías y portaros como
el hombre de 26 años que sois, que
ha tiempo entrasteis en la edad del
sentido común y dejando de ser un
niño.
-¡Gracias,
gracias! –exclamó el poeta con los
ojos llenos de lágrimas.
-Portaos
bien de ahora en adelante, y a ella
convencedla de que sea juiciosa y
no cree más problemas, decidle de
que de su conducta depende el que
a vos las cosas no se os compliquen
todavía más... Y no me agradezcáis
nada, id a tranquilizarla que, dentro
de unas horas, os habréis de despedir.
-¿Me
será permitido el escribirle? –rogó
anhelante Wilhelm.
-¿A
una esposa?, claro que sí... Venga,
venga, ya podéis marchar a reuniros
con ella.
Se
acercaba el amanecer cuando el poeta
entró en sus habitaciones. Liesel
le esperaba sentada en un taburete,
a la luz del candil, vestida con las
humildes ropas de criada y con su
hatillo a los pies. Parecía muy serena,
aunque su rostro evidenciaba que había
llorado y mucho.
-¿Debo
irme ya? –preguntó levantándose resignada.
Wilhelm
corrió a abrazarla.
-Todavía
nos queda un tiempo para nosotros,
amor mío, pero sí, has de partir...
No, no temas, no vas a ir a prisión,
el comandante von Engelhardt es un
hombre justo y de nobles sentimientos.
Me ha dicho que te mandará con una
pariente suya anciana y ahí estarás
hasta que yo pueda salir con bien
de este enojoso asunto, no, no lo
de esta noche, sino el otro, la denuncia
que aquí nos ha traído.
Ella
se apretó contra él fuertemente.
-¡Ójala
pudiera quedarme con vos!
-Sí,
ese es también mi deseo, pero no puede
ser, de todas formas, no hay que desesperar,
debemos tener confianza en la Providencia
que si nos ha ayudado hasta el presente,
seguirá haciéndolo sin duda alguna,
además, no soy culpable del delito
que se me imputa y al final, la verdad
resplandecerá.
Liesel
sintió que el corazón se le desgarraba
oyéndole hablar de tal suerte. Alzó
el rostro hacia él y sus labios titubearon
al pronunciar aquel nombre que había
sido tan reacio a surgir de ellos
unido a un tratamiento que ya era
momento de ser utilizado:
-Wilhelm,
te amaré siempre, pase lo que pase,
aunque transcurra el tiempo, te amaré
siempre y te seré fiel, lo prometo.
Y
Wilhelm, sintiendo que la emoción
le impedía hablar, la besó con infinita
ternura.
A
las siete de la mañana llamaron a
su puerta y los amantes supieron que
era el momento de decirse adiós, mas
la despedida fue corta y sin dramatismos;
habían tenido tiempo de sobra para
estar juntos y amarse apasionadamente
hasta el punto que uno y otra se habían
entregado con tanta intensidad que
no quedaba ahora más que un dilatado
espacio de reposo a extenderse entre
ambos hasta que de nuevo pudieran
reencontrarse. “Será como un sueño”,
pensó Wilhelm, “al cese del cual abriremos
los ojos volviendo a reunirnos ya
para siempre.”
Liesel
descendió los escalones que la conducían
a la salida de la fortaleza, como
el condenado al que van a ajusticiar,
y sin acordarse de la humillación
de la noche pasada ya que en su mente
sólo estaba Wilhelm y nada o nadie
más. Llegados al amplio vestíbulo,
el soldado que la acompañaba la condujo
a una sala adyacente en la que no
había nadie y le rogó que esperase
unos momentos.
Liesel
tomó asiento en un banco y se dispuso
a aguardar con la mayor indiferencia,
pero debió transcurrir bastante tiempo,
una hora por lo menos, antes de que
la puerta se abriese dando paso a
alguien, que, como la joven se hallaba
mirando fijamente el suelo abstraída
en sus nada alegres pensamientos,
tardó unos segundos en reparar quién
era, y, cuando lo hizo, se quedó helada
de terror, ya que ante ella estaba
el mismo duque de Alt-burg en persona.
-Buenos
días, Frau von Reisenbach –saludó
con sarcasmo-, no os preocupéis por
nada, acabo de hablar con vuestro
marido, y le he dado mi palabra de
honor de caballero de que me ocuparé
tanto de vos, como él tuvo la gentileza
de ocuparse de mi esposa durante todas
mis ausencias... Y además le he regalado
el título de un argumento que podrá
servirle, más adelante, para alguno
de sus poemas: La mujer de Urías.