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Mis libros en papel...

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Presa en el melancólico recuerdo de días felices e irrecuperables, le pareció haber vivido en un sueño aquellos momentos en los que él empezó a solicitar su opinión acerca de la obra que estaba escribiendo, la trágica historia de amor de Sabine y el príncipe, un príncipe que le exigía a la heroína lo que Emil Konrad a ella, con la única diferencia de que Sabine amaba, aun en contra de su voluntad, al soberano.

-Tal vez el final sea la muerte para los dos –pensó la desdichada estremecida-, mejor la muerte que la deshonra... ¡Oh, Señor, Señor, ¿qué debo hacer?!

En la primera versión de la obra teatral, la heroína había entregado al príncipe, porque, según Wilhelm, era su deber, pero en la realidad que les tocaba vivir, ¿debía ella no venderse condenando así, irremediablemente, a su amante?; era lo que el poeta hubiera escrito de haber sido el autor de aquella tragedia, sin embargo la realidad es siempre muy diferente a las obras de ficción.

Los días transcurrieron veloces, se cumplió el plazo señalado por el duque de Alt-burg, y cuando ya Liesel daba por hecho que de un momento al otro entraría éste en sus habitaciones, una nueva agonía vino a añadirse, ya que el duque no compareció, pues pasaron dos días más sin saberse de él. Ella pensó entonces que su carcelero la castigaba con una nueva tortura, la de la espera y el silencio, para acabar de rendirla a su voluntad, y empezó a perder la poca presencia de ánimo que le quedaba y a dejar que la desesperación se enseñorease de ella.

En la mañana de la doceava jornada, apenas había desayunado lo mínimo que su estómago podía aceptar para que la debilidad no la dejase en inferioridad de condiciones, pudo escucharse un alborotado subir y bajar de escaleras y voces más altas de lo normal, luego, silencio, y, finalmente, una media hora más tarde, se abrió la puerta que daba a sus aposentos, entrando Frau Schwarz, el ama de llaves, con el semblante demudado. Era tal su expresión que Liesel no pudo menos que inquirir asustada:

-¿Qué sucede?

Frau Schwarz intentó dominar sus nervios y seguir tan dueña de sí como siempre.

-Sois libre, podéis iros.

-¿Cómo decís? –preguntó atónita la joven.

-El duque de Alt-burg ha muerto, ¡Dios le haya perdonado!

Liesel pasó por alto la frase piadosa, que más parecía un recordatorio de los pecados del fallecido, y quiso saber todavía incrédula:

-¿De qué ha muerto?

-Un accidente en la cacería del príncipe, el caballo se le desbocó, desarzonándole... Le arrastró al galope por el bosque... No pudieron salvarle.

Liesel se dejó caer en una butaca porque la alegría recibida era demasiado grande y ella aún estaba bastante débil, pero el ama de llaves no se hallaba para pausas, y le dijo apremiante:

-Marcharos, señorita, cuanto antes. Vos no pertenecéis al servicio del castillo y sería un poco difícil explicar vuestra presencia aquí, dentro unas horas, cuando vengan los hermanos del duque a tomar posesión de lo que acaban de heredar.

-¿Estoy libre?

-Ya os lo he dicho, podéis iros. Se os bajará al pueblo en coche y una vez allí podéis hacer lo que mejor os acomode.

Liesel se incorporó de un salto corriendo hacia la mujer cuya diestra tomó entre las suyas.

-¡Oh!, Frau Schwarz, ¿cómo agradeceros... ?

El ama de llaves la miró conmovida, pero acostumbrada a una férrea disciplina, se sobrepuso de inmediato.

-No tenéis que agradecerme nada, no hago más que cumplir con mi deber... Recoged vuestras cosas y preparaos para marchar.

-¿Mis cosas? –súbitamente Liesel recordó algo- Si nadie los retiró, Frau Schwarz, en el pabellón están mis vestidos, los que me comprara el caballero von Reisenbach, ¿Me otorgáis licencia para que vaya a buscarlos?

Algo sorprendida, el ama de llaves no opuso, sin embargo, objeciones a la petición, y aun tuvo un gesto para con la muchacha que llenó a ésta de reconocimiento.

-Necesitaréis dinero para poder ir a... alguna parte, aquí tenéis esta bolsa, no es mucho pero sí lo suficiente para que podáis moveros si habéis de reuniros con algún familiar.

Liesel se quedó asombrada ante aquella inesperada muestra de generosidad.

-No tenéis ninguna obligación de hacerlo Frau...

La mujer la interrumpió:

-Si la tengo, han sido años de ver y callar... sin  poder hacer nada por remediar muchos males... Está bien así.

Y aquella mujer de apariencia insensible, abrazó cálidamente a Liesel dándole un beso en la frente, luego dio media vuelta y abandonó rápidamente la estancia.

Camino del pueblo en el coche, Liesel apretaba contra su pecho la bolsa que contenía aquellas ropas que le había comprado Wilhelm, vistiendo ella entonces el traje de viaje, –pues no ignoraba que en la sociedad de su tiempo la indumentaria constituía el mejor de los salvoconductos-, pero eso no era lo más importante para la muchacha, lo más importante es que había podido rescatar al fin, el manuscrito de la obra de teatro del poeta, escondido dentro de un compartimiento secreto en el escritorio de la duquesa de Alt-burg.

 

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