-¡Oh,
no, señor –repuso ella con viveza-,
he cogido mucha experiencia con
tantos amos diferentes, y en casa
del pastor, además, aprendí a leer
y a escribir!
La
noticia desconcertó al caballero;
aquello era por demás inesperado,
una sencilla sirviente que no era
analfabeta, ¡de todo punto increíble!
-¿Tú
sabes leer y escribir?
-Si
señor, dadme un libro y os lo demostraré.
Él
se levantó y yendo al arcón en donde
había encerrado su menguado equipaje,
extrajo del interior una bolsa y
de aquella un libro. Liesel, que
esperaba la acostumbrada Biblia
se sorprendió al ver un tomo de
poemas.
-Wilhelm
von Reisenbach –leyó despacio cuando
él se lo hubo entregado-, Versos
azules...
Tenía
una dicción clara y aunque se notaba
que no era lectora habitual en voz
alta, sabía detenerse en las comas
y en los puntos y no vacilaba en
la pronunciación de las palabras.
-Lee
alguno –invitó el poeta.
-No
sé recitar, señor.
-No
te he pedido que recites sino que
leas- manifestó él con impaciencia.
Ella,
obediente, abrió al azar el libro
y empezó a leer.
Como
había tenido que aproximarse a la
ventana para que la lectura fuese
más cómoda, la luz la bañaba de
pleno y mientras ella leía cautelosamente,
tal vez por miedo a parecer torpe,
él olvidó sus propios versos, sólo
una excusa para que los labios adorables
de Liesel aletearan en torno a ellos,
empezándola a apreciar con un interés
creciente.
Los
cabellos castaños de la muchacha
desbordábansele en graciosos bucles
naturales que, cubriéndole la nuca,
flanqueaban el esbelto cuello con
sus rizos; la tez, dorada bajo la
luz del sol, resplandecía, como
resplandecía asimismo la piel que
brotaba de un delicioso escote,
insinuando el comienzo de los breves
senos erguidos y firmes. Endosaba
una blusa blanca de mangas cortas,
el inevitable delantal y una falda
oscura ceñida en el talle.
Acostumbrado
a las ampulosas vestimentas de corte
que hacían que, apenas las damas
se despojaban de ellas, pareciesen
otras mujeres, la joven Liesel no
inducía a engaño; su cuerpo no semejaba,
sino que era, esbelto, ágil y flexible,
apto para ser abrazado en estremecedor
contacto.
Wilhelm
se fijó en las manos que sostenían
el libro y pudo comprobar que, aun
cuando estaban muy maltratadas por
las rudas tareas realizadas por
Liesel a lo largo de su corta vida,
pese a ello, no eran anchas ni zafias
sino pequeñas y bien dibujadas;
la estructura de los dedos revelaba
sensibilidad, y pensó con cierta
amargura, que, de haber nacido en
distinta cuna, aquella joven sirvienta
no hubiera estado nunca allí con
él, en una habitación de hospedería,
sino, de igual a igual, conversando
o bien leyéndole sus poemas, en
una cómoda salita de amplias puertas-ventana
abiertas a los paseos de un jardín
exquisito. Pero el destino lo había
querido de tal manera.
Llevó
de nuevo la mirada hasta esos labios
que despertaban el deseo de besarlos,
a la perfecta nariz, a los ojos
velados por las pestañas al estar
la joven absorta en su lectura,
a las delicadas cejas, la tersa
frente... Y se dijo que era una
criatura hermosa y angélica que
no merecía el desaprovechar su existencia
en un oficio para el cual no debió
haber nacido.
Ella
concluyó de leer la página, lectura
que él no atendía, y, levantando
los ojos, los clavó en los suyos
tímida, como buscando su aprobación;
eran ojos grandes y castaños, tan
magníficos como los de los ciervos,
unos ojos dulces, carentes de cualquier
artificio de coquetería o picardía
alguna.
-¿Os
agradó la lectura, señor?
El
poeta pareció despertar.
-¿Cómo?...
Sí, por supuesto, claro... Lees
muy bien; mis felicitaciones Liesel.
-También
sé escribir, y no sólo mi nombre,
el pastor Hofbauer me enseñó a escribir
de verdad –manifestó ella dando
muestras nuevamente de un ingenuo
orgullo.
Él
sonrió.
-Lo
celebro por ti, así, cuando estés
prometida no tendrás que pagar a
un amanuense para que le escriba
cartas a tu novio si éste se halla
en el frente.
Por
el rostro de Liesel pasó una sombra
que le borró toda expresión de alegría.
-Creo
que nunca sucederá tal cosa.
Wilhelm
iba a preguntarle si eso significaba
no tener novio o bien el que estuviera
cerca, cuando unos nudillos impacientes
golpearon la puerta del cuarto.
Rápidamente Liesel le devolvió el
libro apartándose de la ventana
y de él.
-¡Adelante!
La
puerta se abrió entrando el posadero.
Se
trataba de un hombre sobre la cincuentena,
bajo de estatura y gordo, vulgar,
ordinario, de cara roja y nariz
aún más encendida, de modales obsequiosos
y serviles que traicionaban unos
ojos rapaces y astutos.
-Señor
–dijo haciéndole una inclinación
a Wilhelm-, si ya no necesitáis
los servicios de Liesel puede ésta
bajar al comedor en donde se la
necesita, naturalmente, si no disponéis
de otra cosa...
A
Wilhelm no le pasó por alto el tono
apremiante de un ruego que más parecía
una orden, pero intentó comprender
sus razones, después de todo, el
mesonero tenía que vigilar por su
negocio.
-No,
ya acabó, puede retirarse. Gracias,
Liesel.
La
aludida hizo una reverencia abandonando
la habitación.
El
caballero lanzó entonces, una mirada
distraída a la mesa del desayuno
y el posadero se apresuró a interpretarla
a su manera.
-Mandaré
enseguida un mozo para que os despeje
todo esto.
-Bien.
Medió
un extraño silencio porque el hombre
no daba muestras de querer abandonar
la estancia y Wilhelm no tenía ningún
deseo de entablar diálogo con él.
Ligeramente fastidiado ante aquella
situación, iba ya a decirle que
podía retirarse, cuando el otro
tomó la palabra no sin algunas vacilaciones:
-Liesel
y yo vamos a casarnos en cuanto
llegue el verano. Ella no tiene
a nadie en el mundo... y yo tampoco.
Soy viudo y todos mis hijos murieron
de pequeños. Liesel es joven, sana,
y puede darme descendencia, a cambio,
tendrá una posición en la vida y
será la dueña de su casa, y, cuando
yo muera, la posada le pertenecerá,
no creo que nada puede haber mejor
para ella, ¿no os parece, señor?
Wilhelm
estaba a punto de preguntarle que
a qué venía tan desconcertante explicación,
pero el hostelero no le dio tiempo.
-Viajeros
hay que toman a Liesel por mi hija,
o una sobrina porque nadie puede
suponer que ella sea la futura dueña,
y eso a veces ha creado malos entendidos
muy enojosos...
Wilhelm
le interrumpió:
-Buen
hombre, no acabo de comprenderos.
El
otro frunció el ceño con preocupación.
-Si,
señor, es normal... Lo que quiero
deciros es, precisamente, que vos
sois un caballero y yo... pues eso,
un buen hombre... pero Liesel es
mi futura esposa...
El
poeta comprendió, muy enamorado,
y celoso de su bien, debía estar
el dueño de la hostería, para enfrentarse
de aquella manera a un caballero.
-¿Insinuáis
que es cortejada a porfía por vuestros
huéspedes?
-No
hasta esos extremos, pero algunos
se creen con derecho a...
Sólo
sus ideales de libertad y fraterno
amor universal, impidieron a Wilhelm
el que le partiese la cara de un
puñetazo al dueño de la Posada
del sauce, pero no que la sospecha
le hiriera profundamente, aunque
intentó disculparla.
-Tranquilizaos,
pues no he venido aquí a cazar en
coto ajeno; otras son mis preocupaciones
y afanes.
El
hospedero se retorció las manos,
avergonzado de su insensato atrevimiento
ya que el caballero demostraba no
constituir un peligro.
-Perdonadme,
señor, si mis palabras han podido
molestaros, mas, Liesel es joven,
hermosa y muy apetecible y yo viejo
y feo aunque lo suficientemente
acomodado como para que ella no
tenga que pasar nunca más necesidades,
sólo le puedo entregar eso a cambio
de que sea mi esposa... Mucho más
de lo que otros le podrían ofrecer
aunque estuvieran en la flor de
la edad e incluso la amaran... o
creyesen amarla.
“-¡Viejo
terco –pensó Wilhelm irritado-,
dices no desconfiar de mí pero continuas
insistiendo!... ¡Quédate con tu
niña Liesel y sed felices los dos
en la medida que dicten vuestras
mezquinas ambiciones!”
Habló
en voz alta:
-Bien,
pues, creo que ya todo está dicho...
Podéis retiraros.
El
mesonero marchó en dirección a la
puerta caminando hacia atrás mientras
se deshacía en inclinaciones de
cabeza, y cuando abandonó el dormitorio,
Wilhelm, que aún conservaba entre
sus manos el libro de poemas, lo
soltó, sobre una silla que al paso
había, con el mismo ademán que hubiera
tenido de tratarse de un tizón ardiendo.
Sigue...