Cuando
Liesel recibió la respuesta a su última
misiva, ya se hallaba en el segundo
mes de gestación, y, lógicamente,
nada delataba su estado que aún podía
pasar desapercibido por más tiempo
merced a las voluminosas faldas que
la moda imponía, sólo la placidez
de su rostro y el brillo de los ojos,
delataban que dentro de ella algo
sucedía que no era habitual, pero
el secreto, de momento, estaba bien
guardado pues ni Antoine ni Philippe-Lucien
iban a desvelarlo, y no porque nadie
lo considerase un problema ya que
finalmente sería de dominio público,
si es que el doctor no se había ido
de la lengua antes, sino debido a
que en la época no era de buen tono
andar hablando de embarazos -aunque
pudieran circular rumores-, por muy
legales que fuesen, y se dejaba que
sólo la abultada gravidez lo revelase
por si misma llegado el momento.
Hacía
semanas que Philippe-Lucien Dorigny
trabajaba directamente sobre el mármol
desbastándolo, cuando cierta mañana,
Liesel se presentó por primera vez
en horario laboral, y de improviso,
en el taller del escultor -un cobertizo
de emergencia habilitado al efecto
detrás del pabellón debido a la generosidad
de la duquesa-, el cual veía combatida
la temperatura del mes de noviembre
por mediación de una gran estufa metálica
colocada allí para caldear espacio
tan amplio como desprovisto de muebles
pues sólo lo ocupaban el material
y los útiles de un escultor amén de
cuatro taburetes; la calidez reinante
no era excesiva si tenemos en cuenta
que el trabajo del artista hacía entrar
en calor a quien lo practicaba, pero
en contraste con el jardín era como
pasar del invierno a la primavera,
ya que en Weimar, igual que en otros
estados de lo que entonces no era
llamada aún Alemania, el otoño no
resultaba parejo al del sur de Europa.
Liesel
entró sin anunciarse y aproximándose
al sorprendido artista que la hacía
durmiendo pues era bastante temprano,
le dijo:
-Monsieur
Dorigny, de hoy en adelante vendré
a veros mientras estéis trabajando-
y como él la mirase sin comprender
lo que aquella decisión significaba,
murmuró con cierta cortedad, ruborizándose:
-Wilhelm
me contó que en la antigua Grecia,
se rodeaba de bellas estatuas a las
mujeres que esperaban un hijo para
que las criaturas que nacieran fuesen
hermosas.
Y
sin añadir nada más, tomó asiento
en uno de los taburetes apoyando los
hombros en la pared, y se dispuso
a contemplar la labor de Philippe-Lucien
quien nada repuso, estupefacto por
la ocurrencia, prosiguiendo con su
obra mientras de vez rn cuando la
observaba a hurtadillas admirándose
de su seriedad e interés ya que Liesel
daba muestras de hallarse sinceramente
atraída por un tipo de trabajo que
a ojos de cualquier extraño no podía
resultar sino monótono.
El
artista se empezó a poner nervioso;
estaba acostumbrado a trabajar con
modelos e incluso con mirones ilustres,
ociosos caballeros que bajo excusa
de intereses estéticos y pretendidamente
cultos, rondaban a las modelos con
las cuales solían acordar, subrepticiamente,
encuentros, cosa que satisfacía ambas
partes y dejaba indiferente al escultor
ya que aquellos asuntos no eran de
su incumbencia, lo que no dejaba de
sorprender a más de uno extrañado
ante comportamiento tan inusual en
un hombre que, debido a su profesión,
siempre trataba con mujeres desnudas
y no precisamente feas, pero Dorigny
no era de los que mezclan el trabajo
con el placer, cosa que hubiera acabado
arruinando una profesión que amaba
sobre todas las cosas y en cuyo ejercicio
no deseaba distracciones, por semejante
causa se hallaba nervioso en esos
momentos. Sentía los ojos de Liesel
clavados en lo que intentaba hacer
y no podía concentrarse, de no tratarse
de ella y si de un aristocrático petimetre
la concupiscencia del cual se centrase
en un denudo, esa presencia le hubiera
resbalado como una sombra que vela
la luz del sol, es más, ni siquiera
le habría llegado a conceder importancia,
pero Liesel... Y no es que la pobre
muchacha le importunase con preguntas
o comentarios estúpidos, ya que era
la discreción personificada, pero
la sabía a su lado y silenciosa y
como siempre que la tenía cerca todo
él temblaba lo mismo que un adolescente
frente a su primer amor pese a que
la juventud se encontraba muy lejos
ya y la edad le aconsejaba sensatez.
Liesel,
por el contrario, se hallaba a mil
leguas de aquella inquietud que turbaba
a su benefactor, contemplando con
interés, como si fuera la primera
vez que los veía, esos bocetos modelados
en arcilla por el artsta y que reposaban
sobre pedestales de madera desplegados
en abanico frente a él, mientras ocupaban
el lugar de las modelos, aunque su
tamaño no fuese el natural, contemplaba
también intrigada una vez más, los
grandes dibujos a cuadrícula que colgaban
de las paredes y en los cuales, punto
por punto, las figuras habían sido
reproducidas en tres dimensiones de
frente, de costado y de espaldas,
para luego ser extraídas de la piedra
a golpe de escoplo que retocaría el
cincel. La falta de modelo en el taller
no la sorprendía porque monsieur Dorigny
se lo explicó amablemente no hacía
mucho: con el buen tiempo había modelado
y ahora llegado el frío competía a
su labor concluir el desbaste del
mármol empezando a realizar la obra
propiamente dicha; de haberse tratado
de metal otros hubieran sido los pasos
a seguir, concluyó el artista.
Y
Liesel contemplaba en silencio como
en silencio había copiado obedientemente
bajo las directrices de von Reisenbach,
sólo que ahora había un matiz diferente
en aquella observación y pronto lo
sabría Philippe-Lucien.
El
asombro del escultor subió de punto
cuando no habían transcurrido ni dos
días, ya que Liesel le vino con otra
embajada semejante: deseaba aprender
el idioma francés, y ¿qué mejor profesor
que el propio Dorigny? Ante tal petición,
hecha con una confianza por completo
infantil, el escultor no supo negarse
aunque ello le supusiera hacer de
maestro en una disciplina a la que
no estaba acostumbrado, mas la perspectiva
de que sus momentos de intimidad no
se redujeran sólo a comidas, cenas
y algún ocasional apunte, le convenció
sin parar mientes en que aquello pudiese
robarle tiempo a su trabajo.
Sin
embargo, las sorpresas continuaron.
Se
hallaban cenando una noche y la muchacha
exclamó de improviso:
-Monsieur
Dorigny, me apetece mucho asistir
a conciertos, escuchar música... ¿No
creéis que sería oportuno que aceptaseis
algunas de las invitaciones que os
hacen vuestros amigos de la nobleza
para ir a sus reuniones musicales?
Por
suerte, los candelabros que iluminaban
la mesa, cegaban un poco con su luz
si alguien pretendía escudriñar el
rostro de su interlocutor, así Liesel
no pudo advertir el gesto atónito
de Philippe-Lucien al escuchar éste
sus palabras, ni, por otra parte,
obviamente, adivinar sus pensamientos,
que iban encaminados a la constatación
del hecho cada vez más desconcertante
de ese cambio que se estaba operando
en la muchacha, una joven tímida hasta
hacía escaso tiempo e incapaz de solicitar
nada que no pudiera corresponder con
su trabajo o colaboración.
Philippe-Lucien
bebió despacio de una copa, y luego
dijo con afable sonrisa, recordando
que en ocasiones se afirmaba que los
caprichos de las embarazadas tenían
que ver con el carácter de la futura
criatura:
-Supongo
que este deseo vuestro no lo es enteramente...
-¡Oh,
sí –repuso ella sonriendo feliz-,
deseo que mi hijo escuche la mejor
música!
-¿Un
nuevo Mozart? –inquirió paciente el
bueno de Dorigny.
Liesel
se mostró compungida.
-Nunca
he escuchado la del señor Mozart,
jamás estuvo a mi alcance, pero sí
deseo que mi hijo la oiga desde el
principio, y no para que se convierta
en un compositor y de conciertos,
porque estoy segura que él será poeta
como su padre, pero mi hijo ha tener
todo lo mejor que pueda haber en este
mundo y la instrucción es lo primero...
Si es menester, yo estudiaré música
para enseñársela.
Philippe-Lucien
Dorigny conmovióse ante tanta ingenua
determinación y procurando no caer
en sentimentalismos, quiso bromear.
-¿Y
si es una niña?
En
los ojos de Liesel brilló un ramalazo
de su antigua combatividad que fue
controlada al momento.
-Lo
mismo haría, pero es un varón –replicó
muy convencida.
-¿Cómo
podéis estar tan segura?
-Lo
sé –afirmo Liesel con sencillez ante
lo cual él optó por callarse.
Sigue...