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VAMPIROS

Mis libros en papel...

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Dado que él permanecía inmóvil, como clavado en el suelo, temeroso de que la radiante aparición se fuese a desvanecer de un momento al otro, Liesel tomó la iniciativa aproximándosele y entonces él quiso hablarle, decir algo, mientras ella le contemplaba intensamente como pretendiendo descifrar en las líneas de su conmovido y fatigado rostro, la huella del recuerdo de esas otras mujeres, con nombre y cuerpo, de las que nada sabía y deseaba no saber nunca. Liesel avanzó un paso más, el ayer había desaparecido para siempre; alargó una mano cubriéndole la boca, en tanto susurraba con infinita ternura:

-Callad, no quiero palabras; quiero sentiros –y selló sus labios con un beso, mientras le ceñía en un apretado abrazo.

Wilhelm se dejó llevar, pero casi enseguida reaccionó, y, apartando el rostro, exclamó sobresaltado:

-¡Señora, estáis casada; monsieur Dorigny...!

-Es el mejor de los amigos –alabó ella risueña-, el más irreprochable de los caballeros y el más comprensivo de los hombres... Me solicitó por esposa, es cierto, y yo acepté porque en esos momentos me sentía muy herida... – Wilhelm bajó la vista- Incluso se lo dijimos a la duquesa, que nos íbamos a casar porque yo estaba libre al haberse quemado los libros en la iglesia de Grundstein... Su alteza es muy inteligente y supo adivinar la verdad, o eso creo, pero nunca ha dicho nada... Ni siquiera cuando monsieur Dorigny y yo decidimos romper nuestro compromiso de común acuerdo porque yo no le amaba y él lo sabía...

-¿Entonces no estás casada, Liesel? –la interrumpió el poeta incrédulo.

-No, no podría casarme con otro hombre que no fuese Wilhelm von Reisenbach, si este caballero aún lo desea.

El aludido tuvo una extraña respuesta:

-Dorigny se fue hace un año a Rusia...

Liesel sonrió, halagada ante aquella elocuente vacilación.

-Cuando le confié a la duquesa que te habías ido para no volver, me instaló en palacio y al romperse el compromiso, a mis ruegos, me hizo dama de compañía de la condesa de Mittenberg, quien, como es ciega, necesita siempre de una lectora que sepa hacerlo con dicción clara... Desde entonces estoy aquí...

Wilhelm no la dejó concluir y ahora fue él quien la besó apasionadamente con la misma intensidad que en los viejos tiempos.

-¡Amor mío, amor mío –exclamó luego-, te doy mi palabra de honor que nos casaremos sin más dilaciones, pues ya hemos esperado demasiado los dos!

Liesel le acarició el rostro con delicadeza.

-Hemos sufrido demasiado –corrigió.

El poeta recordó algo, o mejor dicho, a alguien.

-El niño...

-Se encuentra en los jardines, jugando con los hijos pequeños de la condesa... Está ansioso por conocerte ya que le he dicho que su padre regresaba hoy por fin de un largo viaje... ¿Vamos?

Wilhelm sintió que le fallaban las piernas y que no podía dar un paso.

-Por favor, espera, espera unos instantes.

Ella sonrió, abrazándole de nuevo.

*****

Unos meses después, en su casa de Weimar, estaba Wilhelm von Reisenbach buscando ciertos libros en la estantería de la biblioteca, cuando encontró, detrás de unos volúmenes situados en lo alto y dentro de una bolsa, un legajo de papeles enrollados que ataba una cinta. Lleno de curiosidad, la desató reconociendo su obra de teatro proscrita, y atrapado por la evocación de muchos y muy dolorosos recuerdos, comenzó a leerla de nuevo hasta que llegó al final... descubriendo entonces, con asombro, que la obra que él había dejado inconclusa, faltaba la última escena, tenía ese desenlace... escrito de su puño y letra. Sin entenderlo, leyó rápidamente, pues era corta, y así vino a enterarse de que Sabine y el príncipe se suicidaban declarándose su mutuo amor en un bellísimo diálogo, y que, surgido de una olvidada mazmorra, un personaje apenas esbozado al comienzo de la obra como “el desaparecido y legítimo heredero del feudo, hermano mayor del malvado”, a quien el usurpador había encerrado de por vida en una celda subterránea, salía de su cárcel. Al ser puesto en libertad, éste, pronunciaba una alocución dirigida al pueblo en la que se hacían patentes los ideales de Wilhelm sobre que los soberanos son los padres de sus súbditos y velan por ellos: “ya que de ahora en adelante, sólo la justicia guiará mis pasos entre vosotros, como siempre debió ser.”

Con las últimas páginas de la obra teatral entre sus manos, Wilhelm fue a reunirse con Liesel que se hallaba en el segundo piso del edificio, jugando con el niño y contándle cuentos.

Ella, de nuevo encinta, se encontraba con el pequeño Wilhelm sentado sobre su regazo, mientras éste escuchaba con gran interés el relato de su madre. Al entrar bruscamente el poeta, los dos alzaron la mirada inquisitivos.

-Liesel, acabo de encontrar esto, este acto, el último de mi obra... Yo nunca lo escribí y, sin ambargo, esta es mi letra... –la contempló perplejo.

-Lo escribí yo –repuso ella serenamente.

-¿Cómo dices?

-Que lo escribí yo, primero en unas copias que se repartieron entre su alteza la duquesa y su primo, y después me tomé la libertad de copiar también tu letra por si algún día me pedían el original para compararlos, pero no fue necesario.

Wilhelm se quedó atónito al escuchar semejante respuesta.

-Liesel, ¡era mi obra! –exclamó molesto.

Ella no se intimidó al oír la protesta.

-“Era” tu vida; si no llego a cambiar el final haciendo surgir un nuevo príncipe bondadoso y paternal con su pueblo...

-¿Qué?

-Nunca hubieras salido de Wolkenbruch –respondió ella con sencillez, sosteniendo su mirada sin inmutarse- Recuerda, querido mío, que hace muchos años te dije que jamás hubiera obrado como Sabine, porque soy una mujer y tu Sabine, la Sabine que brotaba de la imaginación de Wilhelm von Reisenbach, no lo fue nunca... Yo siempre te quise vivo, no mártir sacrificado en aras de tus propios ideales para que sirvieras de estandarte a otros.

Wilhelm se quedó muy serio, pero finalmente el rostro se le dulcificó y acabó sonriendo.

-Bueno –dijo-, será un secreto que quedará para siempre entre nosotros tres.

-Cuatro –rectificó ella maliciosa y ambos se echaron a reír con la consiguiente irritabilidad del pequeño que exigió de su madre la continuación del cuento. Wilhelm, sentándose junto a su esposa, se colocó al niño sobre las rodillas dispuesto a seguir escuchando desde el punto en que la narración había sido interrumpida:

 

Sigue...

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