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Mis libros en papel...

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Al otro día, Liesel se despertó muy tarde, tarde para ella, naturalmente, que con el alba acostumbraba a estar ya en pie; eran las 8 de la mañana y abrió los ojos, no porque el sueño la abandonase, sino debido a que cierto rumor vino a quebrar su profundo reposo. Alguien corría los pesados cortinajes que velaban las ventanas del dormitorio y la luz del sol inundó violentamente aquella estancia. La joven parpadeó confusa no reconociendo al momento el lugar en donde se hallaba. Un par de doncellas encontrábanse en el dormitorio; descorría una las cortinas mientras la otra se ocupaba en extender, sobre un diván, lo que a Liesel se le antojaron telas, y que más tarde, luego que pudo situarse en tiempo y lugar, descubrió que no eran tal sino ropas.

-Buenos días, señorita, ¿habéis descansado bien?

-Enseguida os traerán el desayuno.

Liesel medio se incorporó en la cama, ¿era ella esa señorita a la que aludían con tanta deferencia?, indudablemente, ya que allí no había nadie más.

Una de las doncellas se aproximó solícita a la muchacha, portadora de una suntuosa bata de brocado, mientras la otra llenaba, con el agua de una jarra, una preciosa palangana de porcelana azul, presta a ofrecérsela con un fino lienzo apenas Liesel lo dispusiera, y la joven acostumbrada a la tina de agua mañanera en la que diariamente llevaba a cabo sus abluciones con bastante prolijidad –ya que si en la época la higiene estaba bastante descuidada, Liesel era una persona inusualmente limpia-, se quedó un poco perpleja ante lo parco del servicio. Claro que las damas, al no trabajar, se ensuciaban menos, reflexionó.

Lavóse las manos –instante embarazoso para ella no pudiendo escamotearlas de la mirada de sus servidoras-, la cara, y las eficientes doncellas la arrastraron frente a un tocador de alto espejo ante el cual, sentándola, una empezó a cepillarle el cabello mientras la otra le mostraba tres vestidos diferentes para que eligiera el que iba a ponerse.

Liesel no salía de su asombro como vulgarmente se dice, pero tampoco atrevíase a hacer preguntas aunque no entendiera nada de lo que estaba sucediendo.

-¿Preferís el azul celeste, señorita, el rosa tornasolado o... ?

-El rosa.

-Frau Schwarz, el ama de llaves, cree que los vestidos se ajustan a vuestra talla, ya que se le informó de vuestra edad y figura, que es la misma de las sobrinas del duque... De todas maneras, Frau Schwarz nos ha dicho que comprobéis si las medidas son adecuadas, en caso contrario, se harán los arreglos pertinentes, por lo tanto, mientras no lo reemplacéis por un vestuario nuevo, no debéis preocuparos por el equipaje que os fue substraído durante el viaje.

Liesel empezó a comprender. Su benefactor debía de haber contado aquella peregrina historia, lo que le hizo acordarse de que el día anterior, cuando se detuvieron al pie de las escalinatas del castillo, el caballero, se había introducido, junto con el mayordomo, en el inmenso vestíbulo, demorándose como media hora en salir.

Peinada, y vestida de los pies a la cabeza por fin, Liesel continúo viviendo su particular cuento de hadas, cuando tres criadas tan jóvenes como ella, aparecieron en el aposento, portadoras de media docena de bandejas llenas de los más variados manjares, mayormente golosinas propias de paladares caprichosos y muy refinados.

Como tenía buen apetito, no hizo ascos a lo que el destino le ofrecía y desayunó muy a gusto y sin remilgos, que, por otra parte, en su condición no cuadraban, luego preguntó muy tímidamente por el caballero von Reisenbach, y se le informó que éste se hallaba en la biblioteca y que había dado orden de que nadie le molestase ya que estaba escribiendo, pero que le había dejado una nota para ella en la salita contigua a la biblioteca.

-Si deseáis cualquier cosa, señorita, no tenéis más que pedírselo a Otto, el nuevo criado de su excelencia.

-Bien, gracias –repuso ella muy cohibida, ignorante de que las damas principales nunca daban las gracias al servicio, cosa que hizo que las doncellas cruzasen una disimulada mirada de inteligencia y abandonaran la pieza entre exageradas reverencias que agobiaron aún más a la insegura Liesel.

Ella abandonó el dormitorio descendiendo al primer piso. La puerta de la biblioteca permanecía cerrada pero la de su salita estaba entornada, la ventana abierta de par en par lo que permitía que la luz y el aire cálido penetrasen a raudales, y encima del escritorio pudo distinguir, junto a un libro, la mencionada nota. La cogió con mano temblorosa y leyó despacio:

“En los cajones del escritorio hay papel.

Para comenzar te he dejado un libro que creo habrá de ser muy de tu agrado en este primer trabajo de copia. Empieza por donde quieras y escribe sin prisas, pues se trata de un ejercicio, ya me enseñarás lo que hayas hecho a la hora de la comida, y si te cansas por lo desacostumbrado de la labor, puedes salir a dar un paseo por los alrededores del pabellón. Si necesitas algo, en las caballerizas encontrarás a Otto, el criado del que te hablé. Él está aquí para cuanto necesitemos.”

Nada más, ni encabezamiento ni despedida, un billete frío e impersonal. Liesel lo estrujó ligeramente sin apercibirse, luego miró en dirección a una puertecita cerrada que al parecer accedía a la biblioteca, y con un suspiro de resignación, se sentó frente al escritorio, haciendo obedientemente cuanto se le había programado.

Y fue entonces, al empezar a escribir, cuando se apercibió por primera vez de que la irrealidad de aquel sueño que habíase iniciado el día anterior, se estaba convirtiendo en algo aterradoramente real. Por ejemplo, la pluma y la tinta con las que empezó de manera torpe a escribir arañando un duro papel, mientras leía en voz alta, muy quedamente, como hacen todos aquellos que no están demasiado familiarizados con la lectura:

“Érase una vez un mercader extremadamente rico. Tenía seis hijos, tres muchachos y tres niñas... ”

El cuento era famoso en toda Europa, pero ella lo leía por vez primera y se quedó fascinada, así, las horas transcurrieron sin darse cuenta, interesada en la historia, y la letra, poco a poco empezó a cobrar soltura, lo que no impidió que luego la mano le doliera más que si hubiera estado fregando todos los ventanales del pabellón.

Dieron las doce campanadas del medio día igual que antes habían sonado las anteriores, lentas y solemnes, a lo largo de la mañana, y Liesel, que como todos los nacidos en pueblo parecía tener su particular reloj interior, no hizo más que confirmar con su estómago lo que el carillón de la planta avisaba, o sea, que ya era momento de comer, y entonces reparó en dos detalles, primero, que el carillón no había sonado en toda la noche y eso que ella lo había visto a su llegada la tarde precedente, y, segundo, que debía ser el momento indicado para que el caballero dejase su trabajo y descendieran al comedor, en donde, a no dudar, la discreta servidumbre del castillo ya habría bien provisto la mesa pues, aun absorta en su nueva tarea, no hubo de dejar de oír rumor de ruedas en el exterior y voces apagadas que penetraban en el silencioso pabellón.

Con su recién aprendida cultura, se plació en comparar el castillo de la Bestia con aquel refugio solitario, lugar de reposo y recreo de la nobleza: servidumbre casi invisible y un amo extraño, dulce y tierno en ocasiones, pero enigmático en todo momento, sólo que la diferencia saltaba a la vista pues el caballero era muy apuesto y hermoso con el atractivo añadido de un hoyuelo en el mentón... Si de tal suerte lo habían hechizado, sonrió para sí, entonces, que jamás lo desencantaran.

 

Sigue...

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