Fue
al día siguiente. Aquella noche,
por fin, pudo dormir sin insomnios
que la perturbasen, y poco antes
del alba se despertó como si
un reloj interior se tomase
la molestia de advertirle que
la hora ya había llegado. Esperó
a que el sol comenzase a salir
y sigilosamente vistió sus antiguas
ropas, con la cuales, ¿a qué
negarlo?, se encontraba muy
a gusto. Luego hizo un hatillo
en el que metió cuanto necesitaba
para su secreta excursión, y
de puntillas como una prófuga
o una ladrona, abandonó el pabellón,
echando a correr luego alegremente
hacia el manantial por los senderos
del jardín.
Sentíase
feliz porque le parecía que
estaba cometiendo una travesura,
una travesura muy inocente,
pero travesura al fin y al cabo,
y sonreía diciéndose que las
doncellas puestas a su servicio
se iban a sorprender por segunda
vez, en ésta al encontrarla
en su aposento con los cabellos
húmedos y metida dentro de la
cama. Pero había que proceder
rápidamente para que nadie la
sorprendiera en el camino de
regreso.
Cercana
a su objetivo, sosegó la carrera
y se fue aproximando con calma,
un paso más, y, doblado que
fue el grupo de árboles que
enmarcaba un gracioso seto de
boj, disponíase a entrar en
el escenario del manantial,
cuando se dio cuenta con estupefacción
de que no sólo a ella se le
había ocurrido la misma idea,
porque allí, y bajo el agua
que brotaba de la fuente en
cascada, la figura desnuda de
un hombre se deleitaba en el
rústico baño matutino.
Liesel
no tardó en comprender que el
desconocido no era tal sino
el propio Wilhelm von Reisenbach
en persona, quien, al parecer,
compartía con ella igual amor
por las abluciones al aire libre.
No
podemos afirmar que la muchacha
se dedicase a espiarle emboscada
en la espesura, más bien, fue
tan intensa su sorpresa al descubrirle,
que la paralizó, o, mejor expresado,
la confundió hasta el punto
de dejarla inmóvil, semioculta
tras un árbol de grueso tronco,
tan cohibida que no se atrevía
casi a respirar. Así pudo ver
como Wilhelm salía de debajo
de la cascada de la fuente para
sumergirse en el remanso y en
un par de brazadas llegaba a
la orilla emergiendo con los
rubios cabellos adheridos al
rostro y todo el cuerpo mojado.
Era
la primera vez que Liesel contemplaba
a un hombre totalmente desnudo,
a un hombre como aquel tan bien
proporcionado, y a la curiosidad
inicial siguió un intenso rubor
y una profunda sensación de
vergüenza porque sabía de sobra
que estaba viendo lo que no
debía y que mejor hubiera sido
que cerrase los ojos o bajara
la cabeza con recato hasta que
él desapareciera de allí, pero
desoyó tan sabias reflexiones
permaneciendo inmóvil y expectante
sin desviar la mirada un instante
de aquel magnífico ejemplar
masculino tan bien dotado, que,
totalmente ajeno a su presencia,
se encontraba en esos momentos
secándose con objeto de vestirse,
cosa que hizo con presteza sin
entretenerse, y, acto seguido,
desaparecer, afortunadamente
para la muchacha, por otro camino
que el elegido por ella.
Cuando
se quedó sola, transcurrieron
unos largos minutos antes no
reaccionara por completo, y
entonces, luego de un fugaz
instante de duda, decidió, puesto
que hasta allá había ido, bañarse
a su vez.
Turbada
como se hallaba, se desvistió
torpemente y casi no sintió
el frescor del agua al sumergirse
en ella, nadó lo poco que le
permitía el espacio reducido
del embalse y se puso debajo
de la cascada del manantial,
sobresaliendo, al ser de menor
estatura, de rodillas para arriba.
Alzó los brazos resguardando
el rostro de la fuerza con que
caía el agua y por primera vez
en su vida experimentó una caricia
envolvente, brusca y a un mismo
tiempo delicada, que la recorría
de forma atrevida y excitante
introduciéndose en todas las
intimidades de su cuerpo, produciéndole
un placer desconocido hasta
el momento, entonces abrió los
brazos como si pretendiera abrazar
a alguien, y el agua del manantial,
al golpearle en las mejillas
y el pecho, terminó de completar
el éxtasis del momento. Después
regresó a la plana superficie
de la laguna, nadando lentamente,
como si estuviera muy lejos
de la orilla, ya que el rítmico
movimiento de sus piernas prolongaba
aquella languidez tan intensa.
La
vuelta de Liesel al pabellón
no fue descubierto por nadie,
ya que tanto éste como el establo
y sus dependencias, parecían
dormir todavía. No eran aún
las siete de la mañana cuando
con suma cautela recluyóse en
el dormitorio y empezó a secarse
los cabellos vigorosamente,
temerosa de que las criadas
pudieran llegar a sospechar
sus andanzas matinales.
Aquel
día se cambió de vestido poniéndose
el azul, desayunó con apetito,
y voló prácticamente a la salita
para seguir copiando. Al entrar,
su euforia sufrió un rudo golpe,
porque la puerta que comunicaba
con la biblioteca estaba cerrada
y más tarde, en el transcurso
de toda la interminable mañana,
Wilhelm no compareció, pero
luego fue peor, porque, a la
hora de la comida, Otto le comunicó
que el caballero había marchado
muy temprano a caballo ya que
tenía ciertas diligencias que
realizar en un pueblo vecino.