Estrella Cardona Gamio página personal
e-mail

Home|Me presento|Páginas seleccionadas|Actualidad|Muy personal|Pensamientos célebres|Novela|Contenidos|Aviso legal

 
 

Puedes leer mis novelas, cuentos, artículos, etc., en...

CCGEdiciones
ADOLF-art
Badosa.com
Letralia
Atalaya -Ciudad Letralia-

VAMPIROS

Mis libros en papel...

Mis libros en papel...


Decepcionada, la muchacha comió esta vez sin ganas, picoteando apenas de los platos, y, después, sin saber que hacer, porque era demasiado pronto para ponerse a trabajar de nuevo, y no experimentando deseo alguno de pasear por los alrededores, resolvió finalmente subir al segundo piso y echarse un rato en la cama, porque de improviso el desánimo la condujo al cansancio y éste al anhelo de dormir para olvidarse de muchas cosas.

Subió la escalera lentamente, como si cada miembro de su cuerpo pesara igual que el plomo. La ausencia del poeta había trastornado su sencilla existencia haciéndole tomar conciencia de lo mucho que le había cambiado la vida en pocos días. Ahora ya no trabajaba en una posada, con el movimiento que ello implicara, sino para un escritor, aunque, ¿trabajaba realmente?, porque a ella copiar no se le antojaba un trabajo propiamente dicho. Que su nuevo patrón fuese poeta no la colocaba a su mismo nivel, ya que él pertenecía a una clase social diferente: la de los señores, acostumbrados a invertir su tiempo, o a perderlo, en esfuerzos que nada tenían de práctico, y además el caballero pretendía reformar lo establecido con tradición de siglos, lo que era mucho peor porque esos cambios nunca acaban bien, y si lo hacen, quienes los promovieran, invariablemente, jamás llegan a presenciarlos.

Liesel alcanzó el segundo rellano con cada una de las puertas alineadas frente a ella: la del dormitorio de Wilhelm, otra, la suya y la última; todas cerradas.

Iba a meterse en su aposento cuando le asaltó un pensamiento intempestivo, el deseo imperioso de inspeccionar la estancia del caballero, habitación que en la posada había arreglado ella misma día tras día esmerándose en que todo estuviera limpio y bien dispuesto para él. No era simple curiosidad sino un arrebato celoso en contra de aquella competencia que cada mañana irrumpía en el dormitorio de Wilhelm usurpándole un puesto que había sido el suyo no hacía demasiado tiempo. Y entró ya que la puerta no estaba cerrada con llave.

Se trataba de un dormitorio suntuoso, ¿algo había en aquel lugar que no lo fuese?, en el que la cama tenía dosel y todos los muebles eran piezas de fina ebanistería como en el resto del pabellón. Lo supervisó con mirada crítica, descubriendo en la colcha unas delatoras arrugas que evidenciaban prisas y descuido lo que hizo que la ira tiñese sus mejillas. ¡Ella nunca hubiese dejado la cama así! Se aproximó, y, con mano temblorosa, alisó cuidadosamente el desperfecto. Luego buscó flores en el cuarto, no las había y las ventanas permanecían mal entornadas, unas demasiado cerradas y otras demasiado abiertas. Se acercó entonces a ellas dejándolas a todas en una medida justa y ordenada que no hacía daño a la vista, por lo menos a la suya, y después no tuvo más remedio que irse porque allí no tenía nada más que hacer.

Al pasar frente a la segunda puerta, quiso entrar también pero se encontró con que estaba cerrada y habían quitado la llave de la cerradura. Siguiendo con el recorrido, ya puesta, pasó de largo su dormitorio, y probó con la última puerta, infranqueable igualmente. Suponía que las estancias en las que no había podido entrar eran otros tantos dormitorios, clausurados a propósito ya que no se hacía necesario su uso.

De nuevo regresó al suyo, y se descalzó echándose en la cama; intentaría dormir un rato reintegrándose más tarde a su labor de amanuense. Antes de cerrar los ojos, con el rostro lánguidamente reclinado en dirección a los ventanales, se dijo que la vida sin el caballero era muy triste y se le escaparon unas lágrimas de autocompasión morbosa al pensar en lo sola que estaba realmente en este mundo.

Wilhelm regresó con la caída del sol, y ella, que se había pasado la tarde llorando a intervalos sobre la copia que estaba haciendo, le recibió con los ojos enrojecidos y los párpados hinchados cuando él entró en la salita cuya puerta de comunicación había dejado Liesel invitadoramente entreabierta.

El caballero, sin cambiarse de traje y con aspecto de fatiga, pasó directamente de la biblioteca, que atravesó con paso rápido no sin antes haber dejado sobre su mesa del escritorio lo que había motivado el viaje de aquel día, varios paquetes de papel para escribir y provisión de tinta y plumas de ave.

-¿Por qué trabajas con tan poca luz?, no debes forzar la vista; no es eso lo que yo quiero. Te has pasado el día consagrada a tu labor, ya está bien por hoy, déjalo –exclamó sorprendido al encontrarla medio a oscuras y tenazmente aferrada a la pluma.

Liesel se sonó y él entonces empezó a alarmarse.

-¿No te habrás resfriado, verdad?; en el jardín...

Ella tuvo un sobresalto.

-¿En el jardín?

-Sí, ayer, cuando paseábamos, empezó a hacer fresco...

La muchacha recobróse inmediatamente.

-No, no lo creo, señor.

Él remeció la cabeza con preocupación.

-De todas formas, acostúmbrate a tener cerca un chal por si refresca; la primavera suele ser traicionera y no me perdonaría el que enfermaras por mi causa.

Wilhelm no llegó a entender nunca como ella, al escuchar estas palabras, se puso a sollozar inconteniblemente y llevándose el pañuelo a los ojos, abandonó corriendo la habitación para ir escaleras arriba a encerrarse en su dormitorio, dando un portazo.

-Rarezas de mujer -pensó él con filosofía, pero la incógnita quedó ahí flotante para desconcierto suyo.

 

EL DESTERRADO © 2004 Estrella Cardona Gamio. |Aviso legal+Índice

Enlaces
Índice de contenidos
Páginas seleccionadas
Actualidad
Muy personal
pensamientos célebres
Novela
Novela on line
El desterrado
Mis blogs en:


© Estrella Cardona Gamio. Reservados todos los derechos. En línea desde 2004