Aquella
noche, Wilhelm cenó en solitario
esperando a que ella decidiese
bajar, cosa que la joven
no hizo, para mayor perplejidad
del poeta que seguía sin
entender a las mujeres y
sus extravagancias. No hubiera
sido tan difícil, empero,
subir la escalera y preguntarle
a Liesel si pensaba reunirse
con él y cenar los dos juntos,
o si no se encontraba bien
y él podía ofrecerle su
ayuda, pero no hizo nada
de eso porque nunca se había
encontrado en una situación
semejante e ignoraba como
obrar al respecto.
Mientras
cenaba evocó a su abuela
y a su madre, dos mujeres
tan sensatas, y el inapreciable
consejo que le diera la
primera hacía muchos años,
cuando aún era un jovenzuelo
imberbe pero ya no tan inocente
como para que su abuela
no se hubiera apercibido
del cambio:
-Cuando
las mujeres lloran sin tener
motivos aparentes, Wilhelm,
lo más indicado es no hacer
preguntas y esperar a que
pase la tormenta.
Y
esta era la primera vez
en toda su vida que el caballero
se encontraba con la situación
pronosticada, ¿por qué lloraba
Liesel si no había nada
que pudiese justificar aquel
caudal de lágrimas? La había
tratado con amabilidad preocupándose
por ella, no la había regañado
en absoluto, entonces, ¿por
qué lloraba?... Tal vez,
pensó incómodo como aquel
que traspasa un umbral prohibido,
¿esa lunar condición femenina
que desequilibra a las mujeres
mensualmente era lo que
aquejaba a la muchacha?,
y puesto que cuanto implicaba
resultaba desagradable de
evocar, prefirió borrarlo
de su mente.
Se
sentía bastante fatigado
porque había hecho muchas
leguas sin apenas tomarse
un descanso con fin de volver
antes de que se hiciera
noche cerrada, pues no quería
que Liesel se quedara sola
allí aunque sólo fuera por
unas horas; las mujeres
suelen ser miedosas y no
deseaba que la joven se
sintiese abandonada en aquel
pabellón; de haber sido
un muchacho, las cosas hubiesen
sido por completo diferentes,
mas no se trataba de un
varón y él había contraído
una responsabilidad para
con ella al erigirse en
su protector y como tal,
obligado era que procediese
así, con que se fue a dormir
en la esperanza de que a
la mañana siguiente todo
estuviera arreglado y consecuentemente
olvidado, pero al pasar
por frente al aposento de
la muchacha, la escuchó
llorar y se detuvo indeciso
sin saber que hacer, si
entraba y le preguntaba
la causa de tanto llanto,
lo más probable es que no
sacase nada en claro y por
otra parte Liesel se hallaría
ligera de ropa en el lecho
y la situación no podría
ser más comprometida, igual
la pobre muchacha se pensaba
que él pretendía abusar
de la situación, lo cual
no era cierto, y... En fin,
que mejor sería no llamar
a aquella puerta aunque
le guiasen los más altruistas
sentimientos. Y así lo hizo.
Al
día siguiente se levantó
muy temprano, como tenía
por costumbre, y se fue
a dar el chapuzón matinal
en el embalse, luego regresó
recluyéndose en la biblioteca,
y al cabo sorprendió movimiento
en la sala contigua lo que
le hizo suponer que Liesel
estaba allí trabajando y
sonrió con ternura al pensar
en la muchachita tan disciplinada
y voluntariosa intentando
practicar la escritura para
mejor atender sus indicaciones.
A
media mañana decidió entrar
en la sala porque quería
comprobar si había mejorado
su humor y también porque
deseaba comentarle ciertos
nuevos pasajes de la obra
teatral. Liesel estaba muy
seria, con los párpados
bastante hinchados, y le
lanzó una mirada indescifrable
en cuanto lo tuvo ante ella.
-Buenos
días, Liesel. ¿Puedes entrar
un momento en la biblioteca?,
me gustaría que me dieses
tu opinión acerca de una
escena nueva que he incorporado
a la obra. Ya sabes que
tengo en mucho aprecio la
claridad de tus juicios.
Ella,
por toda respuesta, se alzó
dispuesta a obedecerle.
En
la biblioteca, Wilhelm leyó
por especio de unos 15 minutos
sin interrupción, y después
quiso saber:
-¿Qué
te parece?
-¿Qué
es lo que debe parecerme?
–preguntó ella con bastante
sequedad, que él, in
mente, procuró disculpar.
Dispuesto a mostrarse paciente,
Wilhelm se explicó:
-Lo
que pretendo saber, es si
Sabine se expresa
como corresponde a una mujer.
-¿El
príncipe se expresa como
un hombre, señor?
Wilhelm
la contempló asombrado.
-¡Naturalmente,
ahí no necesito consejos!
-Entonces,
¿todos los hombres piensan
igual?
-No
te comprendo.
-No
es difícil, señor... Vuestra
Sabine lo rechaza
y él pretende forzarla,
¿lo haríais vos en una situación
semejante?
Wilhelm
se quedó sin palabras, negando
más tarde calurosamente:
-¡Yo
nunca haría eso!
-Pero
el príncipe sí por lo que
se desprende de esa escena
y vos consideráis que tal
conducta es propia de un
hombre...
-¡Criatura,
yo conozco a los hombres,
lo cual no significa que
aplauda cierto tipo de conductas
ni que las acepte!
-Entonces,
¿era necesario transformar
al príncipe en un ser tan
abominable?
-Lo
precisaba como un ejemplo
a no seguir... El varón
de la especie humana, mi
querida niña, es como una
moneda, ya que tiene dos
caras y las dos coexisten
en él, la buena y la mala,
por extraño que se nos antoje...
Lógicamente tú, debido a
tus pocos años, no alcanzas
a entender estas sutilezas
del alma que...
Liesel
se lo quedó mirando fijamente
y luego, otra vez de forma
inexplicable, estalló en
sollozos levantándose impulsivamente,
como si de nuevo fuese a
huir. El caballero se asustó
entonces porque no atinaba
a comprender que es lo que
sucedía y acercándose a
la joven con precipitación,
intentó apartarle las manos
del rostro quedando con
ellas entre las suyas. Liesel
temblaba como una azogada
mientras las lágrimas brotaban
a raudales de sus ojos oscuros
y la boca se estremecía
en una mueca infantil de
congoja. Wilhelm consideró
que aun llorosa seguía estando
muy bonita, cosa que muchas
damas no lograban, y torpemente,
intentó consolarla con un
abrazo fraternal -por primera
vez no era una mujer la
que se ceñía a él solicitando
sus atenciones-, mientras
le decía en un susurro quizás
demasiado ronco:
-¿Pero,
que te sucede, por qué lloras?
Liesel alzó el
rostro a poca distancia
del suyo, y Wilhelm, sin
darse cuenta, la estrechó
con más fuerza, entonces
ella le miró como si le
preguntase algo pero sin
dejar de verter lágrimas,
y él, fascinado por aquel
rostro de labios entreabiertos
y grandes ojos oscuros húmedos
por el llanto, inclinando
la cabeza, la besó, primero
suavemente y después de
forma apasionada, tanto,
que aquella mañana en la
biblioteca no volvió a hablarse
más de obras teatrales,
porque el poeta, cogiendo
en brazos a la doncella,
abandonó el recinto, para
subir por las escaleras
hasta el piso superior.