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El carruaje que les devolvía al pabellón arrancó y como si el alejarse del castillo fuese una señal convenida, la muchacha rompió a llorar desconsoladamente; toda su angustia de las horas pasadas, la tensión vivida, se desataron en un llanto que estremecía y asustaba, y Wilhelm no iba a ser inmune a ello porque no se le ocultaban las causas así como tampoco su responsabilidad en aquellas lágrimas. Por tanto no molestóse siquiera en preguntar lo que resultaba demasiado obvio, y portándose como un marido culpable exclamó, lo que hizo que los sollozos de Liesel redoblaran:

-¡Te juro por mi honor que entre Rosina y yo no ha sucedido nada que pueda preocuparte!

Porque para Wilhelm el que una mujer experimentada se tomase ciertas libertades con él, mientras por su parte no ofrecía sino pasividad y dejaba hacer, no era falta que hubiera de preocupar a su joven amante. Aquello había sucedido cuando llegaron al pabellón, porque en el interior del coche Rosina sólo se limitó a hablar y a besarle con la exhuberancia que la caracterizaba, dejándole la cara manchada con sus afeites.

En el pabellón pretendió que hicieran el amor a lo que él se negó por considerarlo una traición hacia su pequeña amiga, motivo que desde luego no confesó a La Bertuchelli en evitación de males mayores, pero como Rosina no era mujer que se conformase con una negativa cuando tenía planes muy diferentes, Wilhelm hubo de aguantar estoicamente que ella utilizara sus manos como tan bien sabía hacer, y luego, arrodillándose, empleara la boca con insuperable maestría, pero todo aquello para el poeta no significaba infidelidad ya que él nada sentía por Rosina siendo el desahogo puramente físico, y fue entonces cuando comprendió que lo que le acercaba a Liesel era algo muy diferente a lo que siempre había experimentado al estar con otras mujeres.

Después de aquello, Rosina, excitada e insatisfecha, reclamó una justa retribución en iguales términos y Wilhelm no transigió, lo que hizo que ella le saltase a la cara dispuesta a arañarle y al esquivarla él, le desgarrara el dorso de una mano con sus afiladas uñas. Fue muy desagradable porque a continuación a la actriz le dio un ataque de nervios y perdió el sentido. Momentos que Wilhelm aprovechó para borrar con agua los delatores vestigios del paso de Rosina, maquillaje incluido, y cambiarse; más tarde, cuando ella volvió en sí, apagada, aprovechó su mansedumbre devolviéndola al castillo.

Eso había sido todo; no tenía, pues, nada que reprocharse.

Liesel alzó su lloroso semblante en dirección a von Reisenbach.

-¡Esa mujer se os llevó al pabellón! –gimió acusadoramente.

-Es cierto y no pude negarme –empezó él a justificarse-. Nos conocemos hace tiempo, sabes que representó mi obra para el rey de Suecia... Ella es así, tumultuosa, imprevisible, es latina, con eso queda dicho todo... Quería ver el pabellón, un capricho necio, pero conociéndola, era mejor llevarla a negarse...

-¿Por qué se desmayó?

-La contrarié... Quería... Quería interpretar el papel de Sabine, lo que hubiera significado desairar a Baldasare Créspolo, a su Compañía y al duque; ella ya tiene la suya en la que es primera actriz y hace lo que quiere, ¿comprendes?; se enfadó y...

Wilhelm movía la diestra imprudentemente al decir aquello y Liesel reparó entonces en los arañazos.

-¿Y esto? –quiso saber ella suspicaz, agarrándole la mano al vuelo.

Él enrojeció bruscamente.

-Sí, me arañó, después le dio un ataque de nervios cayendo desmayada... Las primas donas como ella son muy temperamentales, Liesel.

La joven le miró recelosa.

-¿La habéis amado alguna vez?

-Jamás –afirmó Wilhelm solemne y en esta ocasión no mentía; acostumbraba a hacerlo por deformación profesional, ya que quien escribe imaginativamente, inventa siempre aunque no por malicia, y por ello puede parecer en ocasiones un embaucador.

-Pero frecuentasteis su lecho en otra época –afirmó la joven con seguridad.

Wilhelm, como todo hombre cogido en falta, empezaba a desesperarse.

-¡Liesel, Liesel, no hagas esas preguntas!... Está en la naturaleza del varón de la especie humana el ser polígamo en lugar de monógamo; ¡no hay hombre que pueda afirmar sin ser fiel a la verdad, que sólo ha estado con una mujer en toda su vida!

-¡Entonces, fuisteis amantes! –afirmó ella acusadoramente.

-¿Y qué importancia puede tener ya?, eso pasó y nunca la amé, ¿no te basta? –protestó él.

-¿Y a mí me amáis, o también soy en vuestra vida otra Rosina?

La muchacha estaba muy seria ahora y ya no lloraba aunque su rostro siguiera desencajado y sus mejillas húmedas.

Wilhelm la escrutó de hito en hito, repitiéndose la pregunta lentamente. ¿Amaba a Liesel?, ¿era acaso amor aquella rara ternura que tornaba para él su presencia en imprescindible?, ¿era amor lo que le había llevado a sacarla de la posada para que Hauptmann no consiguiera sus torpes propósitos?, ¿era amor aquel deseo de protegerla y defenderla de todo mal?, ¿era amor no concebir ya la vida sin su adorable presencia? De súbito se dio cuenta de muchas cosas; él la había iniciado en el sexo pero nunca le pidió nada que pudiese humillarla o degradarla, ni pensaba hacerlo, fugazmente evocó a Rosina la noche pasada, su boca pintada, húmeda... y se estremeció... Liesel era muy inocente, limpia, honesta... Sus brazos la enlazaron y empezó a besarla apasionadamente, pero ella se revolvió, forcejeando por desasirse hasta que consiguió apartarle para desconcierto de su amante.

-¡Todo lo resolvéis siempre de igual forma! –exclamó enfadada- ¡Os pregunto si me amáis y lo único que hacéis es buscarme para vuestro propio deleite; me quitáis la voluntad con vuestras caricias y me obtenéis, así una y otra vez!...

¡Para vos sólo soy otra de vuestras amantes, y no me importaría serlo si al menos supiera que lo que sentís por mi es diferente a lo que os han inspirado todas esas mujeres!... ¡Yo si os amo y daría mi vida por vos, no os exijo tanto, ciertamente, pero sí un rinconcito, sólo mío, en vuestro corazón!... ¿Qué me respondéis a eso?

Wilhelm estaba asombrado, ¿de dónde sacaba aquella criatura tanto carácter?

Ella repitió muy seria:

-¿Qué me respondéis a eso?

El poeta cogió su manecita y se la llevó a los labios con delicadeza.

-Quiero palabras, no gestos –exigió Liesel.

Con la mano de ella en la suya, Wilhelm repuso, y lo que dijo le salió del alma:

-No te habría arrancado de las garras de Herr Hauptmann si no hubieras significado algo para mí, y no precisamente una aventura. Cuando lo hice no pensaba en que acabaríamos convirtiéndonos en amantes, no guiaba eso mis propósitos, deseaba tu bien y lo sigo queriendo, nunca haría nada que te perjudicase...

La entereza de Liesel empezó a resquebrajarse.

-¿Me amáis?- preguntó con voz un tanto insegura.

Y él le respondió como suelen responder los poetas:

-Creo que te amaba antes de conocerte, cuando te encontré lo supe sin ser consciente de ello, y ahora sé que no podría vivir sin ti.

Ella exhaló un gemido de felicidad y echándole los brazos al cuello esta vez se dejó besar sin oponer resistencia y gracias a aquella reconciliación, y a que la luz no era muy intensa, Liesel ignoró siempre, alterada como estaba por tan violentas emociones, que su amado no llevaba parte de la misma ropa con la que saliera del pabellón el atardecer del día anterior.

 

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