Cuando
Liesel se recobró de su desmayo y
se encontró caída en el suelo, tardó
unos segundos en reconocer dónde se
hallaba y que era lo que había sucedido
allí, desgraciadamente, la memoria
vino en seguida en su auxilio y la
desventurada joven recordó, incorporándose
temblorosa. Tenía las manos y los
pies helados y el rostro ardiente,
también se sentía muy mal, como si
fuese a desmayarse otra vez. Con paso
vacilante se acercó al lecho que invitadoramente
esperaba dentro de una alcoba, desplomándose
como un fardo, y allí la encontraron
a la mañana siguiente las doncellas
cuando vinieron a darle los buenos
días.
Liesel
tenía fiebre y deliraba. Llamado a
toda prisa el médico del duque, éste
no supo qué diagnosticar ya que la
joven no ofrecía huellas de una enfermedad
identificable, pero como el galeno
también estaba al tanto de las irregularidades
de su señor, creyó deducir, erróneamente,
que la muchacha había sido violada
de manera salvaje por su excelencia,
y en evitación de males mayores, dictaminó
que se trataba de un fuerte resfriado,
recetando unas infusiones y que la
dejaran dormir cuanto quisiera, que
si la fiebre persistía le pusieran
paños de agua helada en la cabeza,
y que había que esperar para ver los
resultados, los cuales, de continuar,
habrían de combatirse por medio de
sangrías y el ayuno.
Salió
el galeno, quedándose a la cabecera
de Liesel el ama de llaves, mujer
que bajo un exterior de gran severidad
poseía un sensible corazón y que no
desconocía, precisamente, las andanzas
libertinas del duque pues hacía muchos
años que estaba a su servicio.
-Úrsula,
Dorotea, id a preparar lo que el doctor
ha ordenado, tú la infusión y tú trae
ya agua fría y un paño. ¡Vivo!
Al
quedarse a solas con la muchacha,
le acarició la ardorosa frente mientras
una profunda piedad se reflejaba en
su mirada.
-¡Pobre
niña –dijo en voz muy baja-, pobre
niña!
Los
cuidados de Frau Schwarz y la fuerte
constitución de Liesel hicieron el
milagro de que a los tres días la
joven, muy debilitada, eso sí, empezase
a recobrarse del shock que
le habían producido los últimos acontecimientos
ocurridos en tan poco tiempo. Como,
en realidad, no había estado enferma
y fuera la tensión nerviosa lo que
la sumió en aquel estado de fiebre
y desvarío, su pronta recuperación
asombró al médico, quien luego minimizaría
el milagro achacando la enfermedad
a histerias femeninas. El caso es
que la invitada del duque se había
curado, lo que le quitaba un gran
peso de encima porque su excelencia
era temible cuando veíase contrariado
en sus caprichos, y si la muchacha
hubiera fallecido... El médico no
quería ni pensarlo.
Al
irse la fiebre se vino a imponer la
ingrata realidad y Liesel se dijo
si no hubiera sido mejor haberse muerto
ya a seguir estando viva con el futuro
que avecinabasele; no se le ocultaba
que era la prisionera del duque y
que éste manejaba la situación por
completo, con Wilhelm en la fortaleza
y ella allí puesta ante la horrible
disyuntiva de tener que elegir para
proteger al hombre que amaba, no había
posibilidad alguna de salvación.
Pero
también estaban las insidiosas palabras
del duque calumniando a Wilhelm: Wilhelm
amante de la duquesa y padre de su
hijo, Wilhelm permitiendo complacido
las repugnantes caricias de Rosina,
Wilhelm engañándola de obra y de palabra...
¿Podía ser cierto todo aquello, o
se trataba de simples infamias dictadas
por el deseo ladrón de poseer lo que
pertenece a otro?, ¿cómo podría saberlo
ella?, y, sobre todas las cosas, Wilhelm,
Wilhelm, ¿cómo estaría ahora, y dónde,
en el torreón de la fortaleza o en
algún siniestro calabozo hundido en
los cimientos de Wolkenbruch?, porque
el duque detectaba demasiado poder
y por ello inspiraba sobrado temor.
Era
para volverse loca ya que la simple
duda la enloquecía, su idolatrado
Wilhelm un farsante y un hipócrita,
¡ah!, ¿cómo saber, cómo saber?...
Pero, ¿acaso no era eso lo que pretendía
el duque, soliviantar su confianza,
convertir a su amor en un ser de bajos
instintos, sólo atento al placer que
cualquier mujerzuela pudiese proporcionarle?,
¿dónde se hallaban su corazón, sus
nobles sentimientos, sus altos ideales,
si bastaba una ramera para convertirle
en esclavo, haciéndole olvidar...
a la pequeña Liesel? ¿Quién era ella
para él, entonces, una más, siempre
una más, el capricho del momento,
ni siquiera haciéndole el amor era
sincero?... ¡No, no, no; él la había
salvado de Herr Hauptmann, protegido
ante los soldados, le había dado el
nombre de esposa, se había comprometido
con ella, la amaba, Wilhelm no podía
ser ese monstruo de lascivia que pregonaba
el duque, y ella pecaba de influenciable
si se dejaba arrastrar por tamañas
insidias! El día que hablase con su
amado, él desvanecería prontamente
tanta mezquindad y calumnia y ella
se sentiría avergonzada por el sólo
hecho de haber llegado a desconfiar
de su honradez.
¡Mujer
necia, mujer estúpida!, se increpó,
¿a qué pensar en supuestos agravios
cuando él se hallaba preso y a capricho
del duque?... Y ella, ella... De ella
dependía la vida de Wilhelm en primer
lugar y después su libertad... Mas,
si se plegaba a las exigencias de
su mutuo carcelero, si se plegaba
perdería para siempre al hombre que
amaba, si es que el duque cumplía
dejándole libre de cargos, y si se
negaba lo perdería igualmente, porque
lo que de ella fuese después poco
importaba... ¿Tendría el suficiente
valor como para ceder a las pretensiones
de aquel canalla?