El
escultor había tenido una jornada
de trabajo particularmente agotadora
y cuando le anunciaron que un lacayo
del conde Klaus Andreas era portador
de correo para él, primero se sorprendió
y luego se enfadó ya que temía que
se tratase de alguna enojosa invitación
de las que tanto abundaban en la vida
social de Weimar, ¡ociosos aristócratas
que combatían el aburrimiento organizando
festejos en los que gastaban, en ocasiones,
más de lo que sus rentas les permitían,
arrastrando en ellos a gentes, que,
como él, vivían del fruto de su esfuerzo!
Sin
embargo procuró ser cortés con el
mensajero ya que el pobre hombre no
tenía la culpa de los antojos de su
amo.
-¿Precisan
contestación urgente?
-Mi
señor el conde lo deja a vuestro arbitrio,
caballero. Ha encarecido sobre todo
que leáis esta misiva primero y luego
esta otra.
Philippe-Lucien
Dorigny frunció el ceño preguntándose
a qué venían tantos preámbulos, y
procedió a romper el lacre que sellaba
la carta número uno.
He
aquí lo que leyó:
“Dilecto
amigo:
Heme
convertido en intermediario entre
vos y una dama, Frau von Reisenbach,
que desea la recibáis en vuestra casa,
pues amistosos son los lazos que os
unen a su marido y a ella, y en prenda
de esta amistad quiere saludaros;
ha venido de muy lejos con ese sólo
objetivo.
Adjunta
recibiréis, apreciado monsieur Dorigny,
una misiva de Frau von Reisenbach,
que abunda en lo ya acabado de decir
por mí.
Recibid
mi consideración más distinguida.
Klaus
Andreas, conde de Stadthof.”
Philippe
se quedó perplejo con la carta entre
las manos, ¿quién era Frau von Reisenbach?;
él había conocido a Wilhelm von Reisenbach
cierta noche en el castillo de Alt-burg,
y ahora sabía que el poeta se hallaba
en la fortaleza-prisión de Wolkenbruch,
¿sería esta dama su esposa, esposa
engañada, como todas, y que le buscaba
a él por alguna extraña razón?; un
hombre como el poeta podía despertar
pasiones incondicionales entre las
mujeres, así su legítima esposa penaba
por él e iba a buscar ayuda a dónde
fuese, seguramente bajo la indicación
de un marido desesperado. ¿Y la pequeña
Liesel, cuál habría sido su destino?
Una criatura tan bonita e ingenua
y malbaratada por la insaciabilidad
del poeta. ¿En dónde estaría ahora
aquella triste chiquilla morena de
grandes ojos, y sobre todo, con quién?,
¡preciosa inocencia perdida para siempre!
Intrigado,
rompió el segundo sello.
“Monsieur
Dorigny:
Disculpad
mi atrevimiento al importunaros, pero
si lo he hecho es porque vos representáis
para mí la última oportunidad.
Nos
conocimos en el castillo de Alt-burg,
durante el mes de agosto pasado, ¿os
acordáis de la velada en el transcurso
de la cual se leyó el primer acto
de una obra de teatro escrita por
Wilhelm von Reisenbach?; era yo quien
la leía.
El
caballero von Reisenbach se halla
en estos momentos prisionero en Wolkenbruch,
lo debéis saber indudablemente, ¿no
es así?, por causa de una vil calumnia
que lo tacha de conspirador. Sé quién
fue su Judas y por qué lo hizo; ya
os lo contaré personalmente si me
concedéis el favor inmenso de que
os haga una visita, pues de vos depende
para mí, la salvación de Wilhelm,
por absurdo que os parezca.
Por
favor, recibidme.
Soy
vuestra segura servidora.
Liesel.”
El
escultor se quedó estupefacto contemplando
los apresurados renglones de aquella
carta.
¡Liesel!...
¡Era ella, pues, había resucitado,
la muchachita angustiada por el retraso
de quien él había creído su amante
y ahora resultaba ser su esposo! ¿Una
boda secreta?, sí, solía estilarse
en muchas ocasiones, sobre todo cuando
la novia no era del agrado de la familia...
Liesel, aquella adolescente tan hermosa
que recordaba a las muchachas romanas
por sus grandes ojos de cierva asustada,
¿y qué mujer no lo hubiera estado
en semejante ambiente con unos comediantes
ruidosos, un anfitrión mal intencionado
y un marido en exceso... liberal de
costumbres, por decirlo de una manera
elegante?, y ella no era otra cosa
sino una niña, una niña enamorada.
¡Infeliz criatura!
Leyendo
la carta la había visto de nuevo,
anhelante, nerviosa, infantil, apasionada,
adoradora de un dios que no se hallaba
en los altares, ciega a todo lo que
no fuera su amor por él, pues, ¿no
pretendía que un artista extranjero,
de paso en la corte de Weimar pudiese
solucionarle el espinoso problema
en el que estaba metido aquel poeta
sensual e idealista? Philippe-Lucien
pensó durante unos breves instantes
que si él hubiera tenido a semejante
ángel por esposa nunca hubiese mirado
a otra mujer, ni mucho menos se hubiera
escapado desvergonzadamente a holgar
con ella, convirtiendo a Liesel en
el hazmerreír público, después de
presentarla de una manera ambigua
como su pupila, lo que se prestaba
a que los demás la considerasen tierra
de todos, apta bien para el teatro
o para posar desnuda cual ninfa de
las aguas.
-¿Hay
respuesta, señor?
La
voz del lacayo le arrancó de sus profundas
reflexiones.
-Sí,
sí hay respuesta.
Y
rápidamente garrapateó, ya que no
tenía mucha costumbre de escribir:
“Querida
Frau von Reisenbach:
Me
sentiré muy honrado si mañana aceptáis
el compartir mi mesa a la hora de
la comida.
Vuestro
muy humilde servidor.
Philippe-Lucien
Dorigny.”
Y
para que el conde no se sintiera olvidado,
le puso, aparte, unas corteses líneas
de compromiso.
Aquella
noche Liesel casi no durmió, tan excitada
se sentía ante el encuentro del día
siguiente con el escultor; estaba
segura de que monsieur Dorigny, hombre
cuyo rostro revelaba una gran honradez,
no iba a fallarle si ella solicitaba
de él toda su ayuda, que no era poca
ya que se movía en las altas esferas,
las únicas que podían, con una firma
o una orden, solucionar el problema
de su amado Wilhelm, porque si era
preciso ir hasta Suecia para pedirle
a su rey que intercediese por el poeta,
ella estaba dispuesta a viajar a ese
país. Philippe-Lucien Dorigny sabría
como proceder, y con tan bellas esperanzas,
la agotada jovencita se rindió por
fin al sueño.