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Mis libros en papel...

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El conde, con suma discreción, renunció a acompañarla a la mañana siguiente, aunque fuese su propio cochero -causa del encuentro entre ambos merced al malentendido que sufriera Liesel-, quien llevase a la joven hasta la residencia del artista, otro pabellón encantador situado también dentro de otro parque esta vez principesco, ya famoso por los huéspedes que solía albergar.

Liesel admiró la verja, sobredorada y elegante, los jardines exquisitos, el verde césped, y cuando el coche se detuvo al fin delante del pabellón, sorprendióse inconscientemente de que fuera tan distinto al de Alt-burg, ya que éste disponía de un techado color pizarra de dos vertientes, y sus paredes, en un blanco quebrado por un ligero tono gris perla, destacaban embellecidas con la acostumbrada trama metálica que servía de apoyo a las verdes plantas trepadoras. Ventanas no faltaban, desde luego, pero no tenían nada que ver con las que ella conocía.

Le franqueó la puerta un criado que a Liesel se le antojó muy viejo, y que resultó ser francés por su acento, quien dijo en un alemán rudimentario:

-Si madame tiene la bondad de esperar unos instantes- desapareciendo como una sombra del salón en donde la había introducido, salón, por cierto, bastante austero en su mobiliario, como el resto de la casa que aún conservaba la impronta de los gustos de su anterior inquilino.

La joven aguardó, mirando a lo lejos a través de un ventanal, los espléndidos jardines que componían una nota de apacible verdor; ella, que había nacido en el campo, sabía apreciar las bellezas de la naturaleza, y ahora mucho más, pues ya estaba saturada de la riqueza preciosista de los salones, vinculada en su recuerdo a una gran dicha pero también a un gran dolor.

Monsieur Philippe-Lucien Dorigny irrumpió en la estancia abrochándose la casaca con premura; acababa de salir de su taller en donde trabajaba sobre bocetos y apuntes, en uno de los encargos de la duquesa para realizar un grupo escultórico. Sonriente, avanzó hacia Liesel con las manos tendidas.

-¡Mi querida Frau von Reisenbach! –exclamó cordialmente, y su aguda mirada recorrió a la grácil figura que tenía ante él, notando enseguida cuanto había cambiado la muchacha, bien que imperceptiblemente, desde la primera y única vez que se vieran, ¿o quizá se debiese a la luz del día?, pero, no, su expresión resultaba distinta, ya no estaba asustada, dolida sería mejor decir, como aquella infausta noche, y aunque algo demacrada, ojerosa, y un punto más delgada, pese a todo cuanto debía de haber sufrido por la prisión del poeta, su semblante, más bello aun si cabe, daba la sensación de resplandecer con esa luz que se advierte en las facciones de los iluminados.

“Como las de la Doncella de Orleans ante el Delfín de Francia”, pensó Philippe-Lucien amonestándose inmediatamente a sí mismo por lo inoportuno de la comparación, y en el momento que estrechaba sus manos afectuoso, la jovencita le sorprendió con estas presurosas palabras:

-A vos no os puedo engañar, monsieur Dorigny: no estoy casada con el caballero von Reisenbach, pero todo tiene su explicación y si me permitís que os cuente la historia que nos ha tocado vivir a él y a mí, comprenderéis y vuestro juicio no será excesivamente severo.

¡Desconcertante criatura!... Philippe-Lucien, sin saber que hacer ni que decir exactamente, le indicó con un gesto, que tomara asiento en una butaca acomodándose él acto seguido en otra.

Liesel entrelazó las manos sobre su regazo como si rezara y empezó a hablar ante el creciente asombro del escultor quien no sabía de que admirarse más, si ante el relato o la ingenua sinceridad de que hacía gala su interlocutora. Finalmente, cuando ésta concluyó Philippe la miró completamente atónito ya que la historia se le antojaba por entero novelesca aunque la buena fe de la muchacha era indudable... y su franqueza también.

-Todavía no ha trascendido la noticia de la muerte del duque de Alt-burg, al menos en la corte no se ha comentado –fue lo único que se le ocurrió decir después de escucharla.

Pero los pensamientos de Liesel sólo giraban en torno a un punto concreto.

-Las noticias se mueven lentamente, ¿cómo si no el rey de Suecia no ha tomado cartas en el asunto del encarcelamiento de Wilhelm von Reisenbach?; muchos hablan del favor del soberano hacia el poeta e incluso Wilhelm cree que en cuanto se entere el rey, intervendrá como valedor suyo, pero de momento sólo impera el silencio.

Dorigny se quedó pensativo.

-¿Por qué estáis tan segura de que el rey hará de mediador?

Los grandes ojos de Liesel mostraron una fe conmovedora.

-Es lo único que tiene, ya que en su patria todos parecen haberle olvidado.

-Estimada amiga, no pretendo desilusionaros, pero reflexionad sobre el extremo de que nuestro poeta ha escrito una obra en verdad comprometedora, utilizada con muy mala intención como arma por el de Alt-burg, que espero se consuma por toda la eternidad entre las llamas del infierno... Yo sólo soy un extranjero que está de paso por estas tierras, pero os puedo asegurar que la ira de los príncipes en todas partes es igual, de ello sabía bastante el señor Voltaire... Wilhelm von Reisenbach es un gran poeta y dramaturgo, mas su idealismo excesivo le ha llevado a donde está...

-Pero el rey de Suecia... –se entercó Liesel para la cual si existía en el mundo un ángel salvador, éste era aquel soberano.

-El rey de Suecia tiene su Leyenda de Sigurd y un enjambre de autores dispuestos a escribir lo que él les pida...

-¡La obra de Wilhelm es la mejor! –se exaltó la muchacha obligando a Dorigny a contener una sonrisa.

-No lo dudo, pero el público puede ser tornadizo y el favor real también.

Liesel le miró con desesperanza y sus ojos se llenaron de lágrimas.

-¿De esta suerte, Wilhelm no tiene a nadie?

Lo dijo en un tono tan desolado que Philippe-Lucien Dorigny, quien no poseía precisamente un corazón de piedra, se acabó de enternecer ante su congoja.

-Os tiene a vos... y vos me tenéis a mí dispuesto a ayudaros en todo lo que sea menester ya que von Reisenbach también es un artista y entre nosotros debemos favorecernos.

Liesel se incorporó impetuosamente corriendo a arrodillarse delante del escultor, cuyas manos empezó a besar llena de gratitud.

-¡Por favor, por favor señorita, levantaos, no debéis de hacer eso, soy un hombre de bien ya que así me educaron y en consecuencia a esas enseñanzas debo obrar!

Ella, sin hacerle caso, siguió postrada a sus plantas y con el bello rostro alzado, adorable en su juventud e ingenua confianza, le dijo:

-No os arrepentiréis, señor; Dios os dará ciento por uno de vuestras bondades, y en cuanto a mí, señor, pues me tendréis que hospedar en vuestra casa mientras duren las diligencias, me tenéis a vuestra disposición en lo que os pueda servir, sabéis que empecé como criada a trabajar y si necesitáis una yo seré esa persona, pero como también sé leer y escribir puedo haceros de secretaria si lo precisáis ... o –titubeó ligeramente-, o de modelo siempre y cuando no haya de posar desnuda.

Philippe-Lucien Dorigny la contempló en silencio profundamente conmovido y entendió perfectamente el por qué los hombres con quienes se había tropezado a lo largo de su corta existencia hubieran pretendido siempre aprovecharse de ella... incluido el poeta. Con gesto paternal la ayudó a incorporarse y luego, besándole la mano con el mayor respeto, expuso:

-No puedo tener como criada a Frau von Reisenbach, ni siquiera como secretaria, mas si esta dama desea posar para mí, por supuesto vestida, me sentiré muy afortunado esculpiendo su retrato...

-¡Pero yo no pretendo seros gravosa, quiero pagar mi estancia en vuestra casa... y no soy Frau von Reisenbach para vos ya que conocéis mi secreto!

Philippe-Lucien la amonestó sonriente.

-Un Wilhelm von Reisenbach casado es mucho más respetable para la opinión pública y una esposa joven y encantadora puede enternecer a muchos... Tales son nuestras armas, ¡y a fe mía de que disponemos de bien pocas!... En cuanto al asunto de pagos, dejad eso para los banqueros, cosa que afortunadamente yo no soy, porque, ¿qué mejor retribución para mí que la de veros feliz?; no hay oro suficiente en el mundo que pueda compensarlo, querida niña... Y ahora, si os place, vayamos al comedor pues ya es tiempo de ello.

Abandonaban la estancia, tomándola Philippe de la mano, cuando ella se detuvo palideciendo de forma acusada, luego se llevó la diestra a la frente y cerró los ojos un instante tambaleándose.

-¿Qué os sucede, os encontráis indispuesta?-inquirió él, repentinamente inquieto.

Liesel negó con la cabeza.

-No, no es nada, un mareo, ¡me siento tan feliz ahora!... Ya pasó, ¿veis? –sonrió débilmente- Han sido demasiadas emociones vividas en pocos días... Vayamos a comer, que, como bien decíais, es tiempo de hacerlo.

Sigue...

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