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Mis libros en papel...

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En su mente de mujer en estado de buena esperanza, una mente por completo distinta a la de quien no se halla embarazada, empezó a tomar cuerpo la sospecha de que su amante tan idolatrado, lo había sido también de la duquesa de Alt-burg, y de que ese niño adulterino fue una realidad, naciendo muerto... El primogénito de Wilhelm... Arrastraba a la duquesa clavada en su memoria como una espina ponzoñosa y la empezó a odiar con toda la fuerza de los celos por haber disfrutado del privilegio de ser la madre de su primer hijo... (¿Primero?)... Para Liesel no existía en el mundo más que esa rival, ni siquiera Rosina podía suplantarla... Ni las otras muchas Rosinas que pudieran haber entrado en la vida del poeta antes de que Liesel llegara. Aquel niño muerto se convirtió en una obsesión para ella, ella, que le daría un hijo sano y vivo a Wilhelm von Reisenbach, un hijo nacido del amor y no de la simple lujuria... Su hijo, porque no dudaba de que se tratase de un varón, otro von Reisenbach ya que ella se convertiría en su esposa, Wilhelm se lo había prometido, el primogénito verdadero al que seguirían otros niños, sus hijos, los de Liesel y el poeta, una familia numerosa y feliz.

En el delirio de sus celos, la duquesa era la culpable de todo, no su amante, como si éste hubiera sido una doncella arteramente seducida, porque no podía admitir que Wilhelm se hubiera entregado a otra de la misma forma que lo había hecho con ella, susurrándole palabras tiernas al oído, acariciándola, amándola con la misma pasión... E incluso le atormentaba el pensamiento de que hubieran disfrutado de sus cuerpos en el mismo lecho que la muchacha había compartido con él. No.

En cuanto a Rosina, su mal sueño de una noche de agonía, no se trataba sino de una puerca, de una vulgar meretriz, nunca una rival. Y ella iba a darle un hijo a Wilhelm, eso ya era suficiente para alejar las sombras del pasado.

Philippe-Lucien Dorigny iba captando de manera imperceptible todos las trasformaciones por las que empezaba a atravesar su protegida, y si en un principio se confundió con lo que él creyera “iluminación”, luego, comprobado el error, no volvió a incurrir en tamaño fallo; Liesel estaba cambiando y el cambio no sólo sería físico con la deformación de su cintura y el desarrollo de sus senos, Liesel empezaba a dejar de ser una chiquilla para convertirse en una mujer y si su gracia adolescente le había subyugado, la mujer nueva que nacía ante sus ojos, una mujer de mentalidad distinta, comenzaba a despertar en el escultor sentimientos demasiado profundos y dolorosos.

Liesel volvió a escribir otra carta a von Reisenbach. Philippe-Lucien Dorigny le preguntó si en la misiva le anunciaba que iba a ser padre, pero ella negó con la cabeza, para luego explicarle:

-Con todo el dolor de mi corazón no puedo revelárselo; sé que en lugar de proporcionarle felicidad incrementaría sus sufrimientos, e incluso pudiera impulsarle a realizar algún acto desesperado, intentar la fuga, por ejemplo, que le causara muchos más problemas... Hasta que no goce de libertad no puedo decírselo.

Monsieur Dorigny aceptó la lógica de la respuesta, mas se le antojó cruel la resolución; aquel pobre desgraciado de Wolkenbruch necesitaba de mucha fuerza moral para sobrevivir en el calabozo, y reflexionó acerca de que, en su lugar, no le hubiera importado conocer la noticia, noticia que le hubiese hecho compañía durante su encierro, y, desde luego, no le hubiera impulsado a huidas por temor de dejar huérfano a su hijo.

La carta de Liesel traslucía una suerte de alegría extraña, que no dejó de sorprender a Wilhelm al leer pasajes como éste:

“... pienso en el próximo verano, aún tan distante, y me estremezco de dicha por lo que sus venturosos días pueden traernos... “

Para un preso, cualquier palabra cuyo sentido no quede demasiado claro, es síntoma evidente de mensajes ocultos, y el infeliz releyó mil veces aquella carta que le devolvía la presencia de su amada, queriendo interpretar si a través de semejante explosión de entusiasmo se presagiaba su pronta liberación no anunciada con claridad por miedo a que se desbaratasen las diligencias si ojos censores la leían.

Otro fragmento en cambio, si lo entendió asombrándose de su ingenua audacia, tan comedida y cerebral que había sido Lisel escribiendo su primera misiva, ya que revelaba a la censura intimidades demasiado personales.

“... por las noches acaricio mi cuerpo desnudo mientras evoco vuestro recuerdo, y me siento más vuestra que nunca al sentiros dentro de mí... ”

Sin embargo, no se atrevió a escribirle, en su respuesta, que frenase tal modo de expresarse porque no era decoroso, ¡oh!, solamente le hubiera puesto. “querida mía, nuestros recuerdos son nuestros y a nosotros nos pertenecen, no lo olvides”, nada más y ella hubiese comprendido, pero no se atrevió porque después de todo reflejaban el vivo testimonio del amor que seguía profesándole Liesel; una carta fría hubiese significado que la muchacha comenzaba a alejarse de él, y ese hubiera representado el peor de los castigos para el prisionero... ¿El peor de los castigos?, no, aún había otro que hería con mayor intensidad y de ahí su protesta apasionada en la primera carta de contestación “nunca antes ha habido ninguna otra que fuese merecedora de mi amor, ninguna, ninguna, ninguna”; cuando el duque de Altenburg se llegó a la prisión aquel día aciago, le reveló bien a las claras que lo sabía todo respecto a lo que hubo entre el poeta y Gertrud y que se lo iba a decir a Liesel para que, en un arrebato de celos, se entregase a él como venganza...

Aquello le había privado de sosiego, llegando a enloquecerle momentáneamente hasta el punto de que quiso suicidarse abriéndose la cabeza contra el muro de la mazmorra en donde le encerraron poco después... Su angustia y su tormento, se centraban en un solo punto, ¿lo sabría Liesel? La primera carta de la muchacha había sido sencilla y diáfana, o sea... ¿no lo sabía o su amor era tan grande que le perdonaba?, pero... ¡Ah serpiente perversa, Yago cruel, la duda le corroía el alma!, ¿se habría vengado de aquella relación adultera, su dulce niña, cayendo en la trampa tan arteramente dispuesta? Wilhelm no quería ni pensarlo y por ello mismo, la inocente sinceridad que transparentaban las misivas de Liesel le llenaban de dicha al mismo tiempo que de zozobra, viendo fantasmas donde no los hubo jamás.

El lenguaje de la carta, que hasta al comandante de la fortaleza se le antojó sorprendentemente atrevido pero sin llegar a escandalizarle, porque su experiencia de la vida le autorizaba a no criticar el diálogo amoroso entre dos personas que se querían, y, además en ese caso, eran marido y mujer, se avenía no obstante a la realidad, una realidad que si Wilhelm achacaba al deseo físico de estar con él por parte de Liesel, nada tenía que ver con eso, pues el ritual al que se entregaba la joven cada noche tendida sobre la cama no era ni más ni menos que el diálogo de una madre con su hijo, un hijo diminuto que día a día iba creciendo dentro de ella, y su mano se posaba sobre el vientre desnudo, todavía liso ya que apenas estaba de pocas semanas, y las caricias eran para aquella criaturita que alentaba en su interior. La palma de la mano resbalaba suavemente intentando captar el más pequeño indicio de movimiento e incluso creía sentir los latidos de un pequeño corazón que iban a la par con el del suyo, y le hablaba dulcemente, con todo el gran amor que por su hijito experimentaba, recitándole en ocasiones los versos de su padre, fragmentos de La cierva herida, fragmentos de la obra de teatro e incluso poemas de Los Versos Azules, y luego se dormía envuelta en los cobertores y abrazada a la almohada, confundiendo somnolienta, la blanda superficie de ésta, con las mejillas de su pequeño Wilhelm, concebido, sin lugar a dudas, la última noche que sus padres estuvieron juntos en la fortaleza.

Sigue...

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