-No
quería que esta carta la leyera
nadie más que vos, era una revelación
demasiado íntima como comprenderéis.
-Tenéis
razón.
Medió
una pausa entre ambos. Wilhelm
parecía ahora estar muy lejos
de allí; de repente suspiró y
dijo:
-Si
es niña quiero que se llame Liesel,
y ojalá sea tan bella como su
madre.
Dorigny
sonrió, mucho más tranquilo.
-Ella
se obstina que será un niño y
ya le llama Wilhelm.
El
prisionero se enterneció.
-Sea
un varón, sea una niña, bienvenido...
¡Mi hijo, nuestro hijo!...
De
nuevo cayó el silencio entre ambos.
Philippe espió de hurtadillas
a Wilhelm y le vio sonreír con
dulzura, fijos sus ojos, no en
una presencia, sino en un recuerdo.
-Monsieur
Dorigny- exclamó de pronto con
determinación-, os prometo que
se acabaron la tristeza y la melancolía;
debo vivir para mi hijo... para
Liesel, para nuestro futuro, decídselo
así, no más pensamientos oscuros...
Aguantaré la prisión el tiempo
que haya menester... Liesel me
dice que tiene el favor de la
duquesa Anna Amalia...
Considerablemente
animado ante las palabras del
poeta, Dorigny repuso:
-Y
yo os digo que gracias a ese favor
vos salisteis de la mazmorra,
ya que fue, después de la primera
conversación contenida entre ambas,
que sucedió el milagro... Tened
paciencia, Wilhelm, sólo un poco
más, que con la ayuda de Dios,
podremos sacaros de aquí.
La
expresión había cambiado en la
mirada del prisionero; una fuerza
tan poderosa como la esperanza,
le había devuelto las ganas de
vivir.
-¡Excelente
Dorigny, ¿cómo poder demostraros
todo mi reconocimiento por cuanto
estáis haciendo por nosotros?!-
exclamó von Reisenbach estrechando
afectuosamente entre sus brazos
al escultor.
-¿No
lo haríais vos por mí?
Wilhelm
cogió sus manos sonriente.
-¡Es
cierto!
El
comandante invitó a comer a monsieur
Dorigny y también sentó a su mesa
al prisionero, luego cedió su
despacho a éste para que pudiera
responder cómodamente la carta
de Liesel, y al final del día,
Philippe-Lucien se despidió de
ambos, deseoso de regresar a Weimar
con unas noticias, que, por lógica,
serían cribadas cuidadosamente.
Philippe-Lucien
hizo el camino de retorno a medias
satisfecho; si por una parte se
alegraba de haber visitado a von
Reisenbach, por la otra, y resultaba
comprensible, lo había encontrado
muy frágil emocionalmente, lo
que le causaba honda preocupación.
Como el regreso consumió muchas
horas largas y tediosas, el viajero
pudo repasar una y mil veces el
comportamiento de Wilhelm, llegando
a la conclusión de que si no salía
pronto de la fortaleza, ello podría
afectar a su cordura, ya que su
desazón era manifiesta y los cambios
de humor fluctuaban constantemente,
¿pero, se le podía criticar?
A
la alegría de saberse padre, siguió
un corto período de euforia en
el que pareció volver a ser el
Wilhelm de antaño, mas cuando
comieron los tres juntos, se hundió
en un hosco mutismo, observado
a hurtadillas, con pesar, por
von Engelhardt. Luego dio la impresión
de revivir al permitírsele responder
ampliamente a la carta de Liesel,
y allí le dejaron por espacio
de una hora, escribiendo. Mientras
tanto el comandante se llevó al
escultor a dar un paseo por la
fortaleza, principalmente por
las almenas, para que contemplase
las maravillosas vistas del valle
que a sus plantas se extendía,
y también hablaron largo y tendido
sobre el prisionero, mientras
Philippe-Lucien para sí iba haciendo
inventario de cuanto veía, gruesos
muros descarnados, frío ambiente
castrense, soldados, oficiales
y entre todo aquello Liesel se
había desenvuelto, tan delicada
y vulnerable... ¡Pobre muchacha,
sólo el amor otorga fuerzas para
soportarlo todo!
De
vuelta al despacho, Wilhelm se
hallaba firmando la misiva y su
rostro había recobrado la paz,
el militar les dejó solos de nuevo
y entonces el poeta, muy animado
ahora, le confió a su amigo:
-Liesel
me lo ha contado todo, ¡cuán absurdo
fue el precipitarme emitiendo
juicios arbitrarios!... No hubo
nada entre el duque y ella, afortunadamente
tuvo que marchar de inmediato
a la corte, pero la dejó con la
amenaza de que o cedía o yo habría
de pagarlo con mi vida, pero no
ha mencionado lo de la duquesa,
indudablemente él no se lo dijo...
¡Oh, monsieur Dorigny, que desahogo
más grande poder escribir con
entera libertad sin miedo a censores;
esa es otra deuda que tengo con
vos!
-Y
con el comandante, amigo mío,
que me ha permitido oficiar de
correo sin intervenir la carta
y que está dispuesto a arriesgarse
una vez más, en ésta no leyendo
vuestra respuesta... ¡Gran hombre
este comandante, digno del mayor
agradecimiento!
-En
efecto, lo es... Debo reconocer
que he tenido mucha suerte siendo
él mi carcelero.
En
el instante de la despedida, ambos
se abrazaron efusivamente y Wilhelm
le susurró al oído:
-Decidle
a Liesel que la amo, que la amaré
siempre y que cuento los minutos
esperando que transcurran veloces
para que el momento de nuestro
rencuentro llegue. Decidle que
cada noche, cuando el sueño me
vence, su nombre es la única oración
que mis labios pronuncian.
¡Singular
embajada para un hombre enamorado
también de la misma mujer!