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Wilhelm von Reisenbach empezó a sentirse nervioso; hacía una hora que estaba guardando antesala en el palacio de Wittum, residencia oficial de la duquesa madre, Anna Amalia, en la ciudad de Weimar, a la espera de ser recibido por ella, la cual, por otra parte, era quien le había invitado a ir. Contempló sus ropas llenas de polvo y no tuvo que mirarse en ninguno de los espejos que adornaban el salón para saber que su rostro ofrecería el aspecto de un gran cansancio; tantos días de viaje y no concederle ni siquiera unos momentos para asearse en cualquier albergue, cambiándose de traje y así estar al menos ligeramente presentable en aquel encuentro; si su alteza sabía que no le iba a recibir en el acto, hubiera podido al menos...

Se abrieron las puertas y un ceremonioso ujier le anunció con voz clara y potente:

-¡El caballero Wilhelm von Reisenbach!

Wilhelm casi saltó de su asiento al sentirse nombrado, bien que allí no había nadie más a quien anunciar y que pudiese precederle en la visita. Se levantó pues, y entró en un salón aun más grande, que era en el cual Anna Amalia solía conceder sus audiencias.

La duquesa estaba sola, cosa que le sorprendió bastante ya que los príncipes siempre reciben rodeados de cortesanos, y le aguardaba sentada en su trono, vestida con regia magnificencia como procedía en una dama de su alcurnia. Pese a hallarse cercana a la cincuentena, todavía demostraba que fuera, en su juventud, una mujer atrayente a la moda de la época, rubia, blanca, carnosa; lo que también evidenciaba aquel rostro, que los consabidos afeites pretendían remozar, era su carácter, un carácter fuerte y decidido para el que no rezaba la falsa leyenda de la incapacidad femenina.

El poeta se inclinó ante la duquesa con gran respeto, permaneciendo a pocos pasos del trono, frente a los tres escalones que lo separaban del pavimento y de la alfombra.

-Alteza...

Alzó el rostro y miró francamente a los ojos de Anna Amalia... y ésta se alegró de que una espesa capa de polvos cubriese sus mejillas porque acababa de ruborizarse como una doncella.

Mucho había oído hablar de Wilhelm von Reisenbach y de su extraordinaria apostura, de su belleza, mas esperaba que al cabo de tres años de destierro, con todas las penalidades sufridas en Wolkenbruch, y después su desaparición, en la que se le supuso una existencia azarosa, el poeta compareciera maltratado por las penalidades y el sufrimiento, y si bien tenía ante ella a un hombre maduro que, por lo menos, debía sobrepasar ya los 30 años, resultaba en verdad el ejemplar más fascinador de varón que habían visto sus ojos nunca, porque esa era la palabra exacta, fascinante; su belleza le ayudaba, sin duda, mas la duquesa había admirado a muchos hombres hermosos a lo largo de su vida y en éste que ahora esperaba respetuosamente a que ella le dirigiera la palabra, existía algo nunca descubierto con anterioridad: un extraordinario magnetismo sexual que ningún sufrimiento parecía haber menguado. Anna Amalia entornó imperceptiblemente los párpados para observarle con mayor detenimiento.

La rubia melena, Wilhelm no solía llevar peluca, apenas si mostraba unas hebras de plata en las sienes, lo que le otorgaba un aire muy distinguido, sus hombros no estaban encorvados como los de los estudiosos, su paso era firme y su rostro tan perfecto, tan soñador, tan noble con aquella clara mirada azul y aquellos labios firmes y sensuales, que Anna Amalia suspiró interiormente lamentando carecer de la falta de escrúpulos de Catalina la Grande, y comprendió mejor que nunca el por qué la pequeña Liesel hubiera dado muestras de un amor tan intenso hacia este hombre incomparable... ¿Y toda aquella sarta de necios de la fortaleza de Wolkenbruch, y el inepto de su primo, le habían confundido con un afeminado?... ¡Imbéciles!

-Bien, señor, al fin os conozco... Aunque no debo negar que vuestra fama os precede.

-Siempre y no de manera afortunada, alteza –dijo él con humildad.

-Lamentablemente así es... Pero no os hemos invitado a venir para hablar del pasado, del pasado que yo conozco y que ya está muy lejano, sino del presente y de vuestro futuro, aunque no me molestaría saber qué fue de vos durante estos años, que mis agentes, revolviendo cielo y tierra, no os pudieron encontrar.

La insinuación transparentaba una orden y Wilhelm así lo comprendió.

-Nada más sencillo que complacer vuestros deseos, alteza, ya que si no se me ha encontrado antes es porque me cambié de nombre, no he publicado nada, y he ejercido diversos oficios... Cuando abandoné Wolkenbruch, durante un tiempo trabajé en el campo...

-¿Cambiasteis la pluma por la azada? –se extrañó ella divertida.

-No exactamente, alteza... Al salir de la prisión, unos días más tarde, tuve que hacer noche en una hospitalaria granja, a la cual, la semana anterior, una fuerte tormenta destrozase parte del techo. Se hallaban reconstruyéndola y yo me quedé a ayudarles durante una corta temporada. Después proseguí un viaje que pretendía fuese hacia los Países Bajos, mas las circunstancias no me lo permitieron... Los meses en Wolkenbruch me habían aislado demasiado de los acontecimientos políticos e ignoraba como estaban la situación...

-¿Y vuestros ideales revolucionarios? –interrumpió ella sonriendo con ironía.

Wilhelm se puso muy serio.

-Me temo, alteza, que la realidad es siempre diferente de lo que se supone debe ser, porque los ideales son manejados por el hombre, manipulados, mejor diríase... ¿Acaso la doctrina de Jesús el Salvador, es seguida al pie de la letra por quienes afirman profesar la fe cristiana?

La duquesa se inquietó; ¡von Reisenbach era incorregible!

-¿Y al renunciar a los Países Bajos, hacia dónde os encaminasteis? –cortó bruscamente.

-A Suiza, país que no suele meterse en conflictos, y acabé en Ginebra como preceptor de los hijos del rico banquero Adrian-Rudolf Krähenbühl..., cuya viuda tuvo la generosidad de darme ese cargo.

Anna Amalia frunció imperceptiblemente el ceño.

-Hasta hace pocas semanas, cuando los agentes enviados por su alteza me han localizado, yo trabajaba para esta dama.

-Que habrá sentido infinito vuestra marcha- no pudo menos que comentar cáustica la duquesa.

Wilhelm se turbó ligeramente.

-No creo... Mis pupilos ya eran mayores e iban a ingresar en diferentes Universidades... De hecho el trabajo se me acababa.

-Así que vuestro hallazgo fue de lo más oportuno.

-En efecto, alteza.

La duquesa escrutó en silencio el rostro de su interlocutor reparando entonces lo que en el deslumbramiento inicial no había atinado a descubrir: que su mirada carecía de alegría.

Sigue...

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