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-Bien, señor, y ahora que sé de vuestras andanzas, os diré para qué os he mandado llamar... Vos sois poeta y dramaturgo, yo fomento y protejo las artes, como bien sabéis, y aunque no hayáis publicado nada en este tiempo, imagino que escribir sí que lo habréis hecho y que más de una obra llevaréis en vuestro equipaje, ¿ando errada?

-No, alteza; he escrito versos y dos obras de teatro, una inspirada en aquellos buenos granjeros y otra en las desventuras que acarrea el llevar los idealismos al extremo... No son revolucionarias –se apresuró a puntualizarle con una tímida sonrisa.

Ella sonrió a su vez, de buen humor.

-Eso espero... Como os iba diciendo, protejo las artes y Weimar necesita escritores y poetas, y aunque entre ellos hayamos contado con el señor Goethe y el señor Wieland, y muchos más, queremos teneros también a vos Wilhelm von Reisenbach y que seáis otro de los ornatos intelectuales de nuestra corte... Se os pagará una pensión y se os dará casa en el centro de la ciudad, ¿os conviene el trato?

Wilhelm la miró sin dar crédito a sus oídos.

-Alteza, yo...

-No me iréis a decir que no, ¿verdad? –quiso saber la duquesa frunciendo esta vez el ceño.

-Alteza, estaría loco si rechazara vuestra propuesta.

Ella le contempló con sorna.

-Pues hay que reconocer que algo loco si estuvisteis hace tres años, cuando en lugar de venir a Weimar preferisteis el exilio y el anonimato; lo que os ofrezco hoy llega con un considerable retraso a vuestra vida, ¿no os parece?

Wilhelm bajó la vista avergonzado.

-Lo siento mucho, alteza.

-Me alegro que lo sintáis... Y ahora, volviendo al tema anterior, tengo que deciros que en cuanto descanséis un poco se os llevará al palacio de Mittenberg, en donde os aguarda vuestro primer encargo; la condesa, pariente mía lejana, desea que se escriba una obra de teatro sobre cierto antepasado suyo, que fue un héroe contra el invasor en tiempos muy remotos... Ya una vez hicisteis algo semejante para el rey de Suecia, por lo cual, no creo que tengáis problemas a la hora de desarrollar la historia.

-No, alteza, no los tendré.

-Me congratulo de ello, señor... Dentro de unas horas visitaréis a la condesa, pero antes debo advertiros que la dama es ciega debido a un accidente, aunque no anciana, casada dos veces y viuda otras tantas, el suyo no ha sido un destino afortunado precisamente, por todo lo cual, lleva una existencia bastante solitaria y triste y a veces resulta algo desagradable de carácter, lo que significa que hay que tener mucha paciencia con ella.

-La tendré, alteza.

La duquesa calló unos instantes, Wilhelm pensó que la audiencia había tocado a su fin y esperó a que Anna Amalia le despidiese, pero se equivocaba, porque entonces ella dijo, abandonando el acento tajante de persona acostumbrada a mandar y ser obedecida:

-¿No me preguntáis por nadie?

Al poeta se le nubló el semblante y toda su entereza empezó a quebrarse; estaba preparado a cualquier cosa, sermones, reproches por su pasada conducta revolucionaria, consejos edificantes, menos a aquella pregunta formulada con tanta suavidad y como al azar.

Hizo un esfuerzo por sobreponerse.

-¿Cómo está monsieur Dorigny?

-Perfectamente, hace un año que marcharon a Rusia pues la zarina le había hecho varios encargos, entre ellos, el que realizase un retrato suyo en bronce... Me parece que nuestro buen amigo permanecerá largo tiempo en aquel país.

Wilhelm volvió a inclinar la cabeza, en esta ocasión para que la duquesa no descubriese el brillo de las lágrimas en sus ojos.

-¿No deseáis preguntar por nadie más?- inquirió ella con lo que al poeta se le antojó cierta petulancia.

Wilhelm, sacando fuerzas de flaqueza, murmuró:

-El niño... ¿Está bien?

A la duquesa se le iluminó el semblante.

-Vuestro hijo está muy bien, von Reisenbach, ¡es un ángel adorable1, por cierto, que ha heredado vuestro mismo rostro –le lanzó una ojeada crítica-, hasta ese hoyuelo del mentón, e incluso me atrevería a decir que vuestro porte, y es de imaginar que algún día, también, le de por escribir versos, que, deseamos, no le comprometan la vida.

El poeta se mordió los labios, ¿por qué se portaba de manera tan cruel con él la duquesa, si, cómo era de suponer, no ignoraba toda aquella lamentable historia?

-Alteza, con vuestra venia, ¿podría retirarme?

Anna Amalia sonrió incomprensiblemente regocijada.

-Por supuesto, ya que la audiencia ha terminado... Pero, antes, querría mostraros algo, seguidme.

Ella descendió majestuosamente los escalones de su trono, e indicando al desconcertado Wilhelm que la siguiera, le precedió a una salita contigua, un pequeño gabinete, de trabajo, al parecer, en el cual habían unos cuantos cuadros por las paredes y, sobre un pedestal de madera, un busto en mármol.

-¿Qué os parece? –quiso saber Anna Amalia indicándoselo.

¿Qué le iba a parecer al desdichado poeta si aquel busto pertenecía a su Liesel?

La duquesa hablaba con volubilidad.

-¿Reconocéis la mano de Dorigny?... Una obra maestra sin duda, ¿no os parece?

Wilhelm contempló con triste mirada aquel retrato perfecto. Su amada pequeña había sido reproducida en piedra con la mayor fidelidad y también, ¿por qué no admitirlo?, con un gran amor que se delataba en todos los detalles por mínimos que fueran. El busto concluía en los hombros desnudos, apenas a un palmo del final del esbelto cuello, la cabeza, graciosa, se elevaba no frontal sino en tres cuartos al espectador mientras los cabellos, ondulados y llenos de rizos, descendían en cascada hacia el cuello. Liesel sonreía, pero sus ojos, como los de él, no reflejaban sino melancolía, o parecían no ver, fijos en un punto inexistente.

-Una obra maestra, en efecto, alteza... Philippe-Lucien Dorigny es un gran escultor.

-Celebro que lo sepáis apreciar.

Wilhelm von Reisenbach se preguntó, desesperado, cuánto tiempo más duraría aquel tormento, pero la duquesa le despidió enseguida con una sola recomendación:

-No lo olvidéis, en cuanto hayáis descansado y cambiado de indumentaria, os trasladarán al palacio de Mittenberg. La condesa os espera ilusionada porque el hecho de recibir visitas es para ella una gran novedad pues rompe la monotonía de su vida.

Wilhelm se inclinó ante la duquesa y ésta le dio a besar su mano graciosamente.

-Alteza, os estaré agradecido eternamente por vuestras bondades.

Ella sonrió.

-Obras quiero, amigo mío, eso es lo único que os pido.

-Las tendréis, alteza.

Wilhelm se retiró y Anna Amalia quedó sola durante unos minutos antes de que sus damas de honor volvieran a rodearla de nuevo, y entonces, mientras se encaminaba hacia sus habitaciones privadas, se dijo con cierta burlona añoranza: ¡qué lástima no tener otra vez veinte años y estar libre de cualquier responsabilidad de estado!

Sigue...

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