Nuevamente
en el carruaje que en esta ocasión
le conduciría al castillo de
la condesa, Wilhelm von Reisenbach,
hacía inventario de su vida,
derrumbado en el asiento; sentíase
viejo y cansado a sus treinta
años, y, sobre todo, moralmente
aniquilado; se comparaba con
un fantasma, uno de esos vagos
espectros que abundan tanto
en las obras del teatro clásico,
la sombra del padre de Hamlet
sin su grandeza pues, su propio
hijo, nunca le recordaría con
devoción, ni su hermosa madre
era Gertrud precisamente. Este
nombre le evocó a la duquesa
de Alt-burg y le hizo sentirse
peor.
Apenas
unas horas antes, cuando saliera
del palacio de Wittum, tentado
estuvo de volver a desaparecer,
esta vez para siempre, sin veleidades
de ser protegido por los poderosos
en una repetición estúpida de
sus eternos errores, pero luego
recapacitó sobre la conducta
que le había llevado a tener
que oír hablar de su hijo como
si fuera un extraño y a contemplar,
con ojos de visitante de museo,
el rostro encantador y muy amado
de Liesel; fueron suyos y los
había perdido para siempre,
ahora ella era madame Dorigny,
y el pequeño Wilhelm... ¿Qué
nombre ostentaría, Guillaume,
en traducción del suyo, o...
o se lo habrían cambiado?...
Con mano temblorosa buscó y
acarició por encima del paño
de un bolsillo de su chaleco,
la miniatura del niño, que siempre
llevaba encima unida a una cadena
de plata... ¿Mas, porqué lamentarse
neciamente?, ellos no habían
hecho otra cosa que seguir sus
indicaciones, Liesel romperse
el corazón contrayendo matrimonio
con el escultor para que la
criatura tuviese un padre y
pudiese seguir disfrutando de
una situación al abrigo de incertidumbres,
y en cuanto a Dorigny, él había
sido el único beneficiado con
semejante arreglo, pero no lo
censuraba ya que era un alma
noble y desinteresada, amaba
a Liesel, e, indudablemente,
también querría a aquel hijo
que merecía mucho más tenerle
a él como padre que no al suyo
propio... Estaban en Rusia,
la familia Dorigny estaba en
Rusia y en ese país permanecerían
bastante tiempo a buen seguro,
y si en esos momentos el pequeño
contaba tres años de edad, cuando
volviese del Imperio Ruso ya
sería un muchachito, y era de
suponer que tuviera hermanastros...
La mención de aquellos hipotéticos
hermanastros, hijos de su Liesel
y del escultor, le trajo a la
memoria el recuerdo del cuco,
ese pájaro oportunista que va
dejando su descendencia en nidos
ajenos para que sea alimentada
por otros padres, y arroje del
nido, finalmente, a los legítimos
herederos. ¡No quisiera el Cielo
que el pequeño fuese digno émulo
de la progenie del cuco!...
Aunque, ¿cuántos hijos desconocidos
no tendría él, Wilhelm, repartidos
por tierras germanas?
Se
enjugó con la mano unas lágrimas,
Liesel era la única mujer a
quien verdaderamente había amado,
no sólo un cuerpo del que hiciera
uso innumerables veces, la había
amado sinceramente y cuando
renunció a ella por su bien
y el del hijo de ambos, la mejor
parte de él murió irremisiblemente,
luego von Reisenbach se convirtió
en Herr Schmidt siendo albañil
por agradecimiento, y preceptor
por necesidad... ¿Las mujeres?...
Hubo aventuras, no podía negarlo
y la última con la madre de
sus pupilos que se quería casar
con él a toda costa y tal vez
hubiera sido de sabios avenirse
porque le habría resuelto la
existencia, pero afortunadamente
le localizaron a tiempo los
agentes de la duquesa y pudo
partir sin haber perdido la
dignidad ya que no amaba a aquella
mujer y tomarla por esposa equivalía
a prostituirse pues era mucho
mayor que él, carente de atractivo,
sólo una mujer rica, un sexo
siempre a su disposición, y
nada más.
Su
vida, desde que saliera de Wolkenbruch,
había sido igual que una partida
de naipes: había jugado y había
perdido; no le asistía ningún
derecho a quejarse.
El
divisar a lo lejos el palacio
de Mittenberg no le impresionó,
demasiados palacios y castillos
había habido en su vida y no
siempre para bien, y cuando
el carruaje entró en el parque,
sus ojos contemplaron indiferentes
aquellos hermosos jardines en
los que, a lo lejos, estaba
a punto de comenzar el verano
y la ventanilla permanecía abierta,
le pareció entrever revuelo
de faldas y escuchar griterío
infantil; debían de ser los
hijos de la condesa.
En
el palacio le esperaban e inmediatamente
fue introducido en el salón
de recibo en el cual, sentada
junto a un ventanal, la condesa
aguardaba. Tras ser anunciado,
Wilhelm penetró decidido pudiendo
observar que, por otra puerta
de la estancia, varias damas
salían discretamente.
La
condesa era una mujer más o
menos de su edad, lo que significaba
que ya empezaba a no ser joven,
de expresión impenetrable y
rostro agraciado pero muy triste,
era rubia y sus ojos azules
tenían la mirada característica
de los invidentes. Ella se guió
por el sonido de sus pasos sonriéndole
con amabilidad.
-Bienvenido,
señor; habéis sido muy gentil
al atender mi solicitud.
-Soy
vuestro deudor, señora condesa
ya que vos me habéis honrado
con vuestra elección.
Ella
le dio a besar su mano y le
invitó a sentarse. Cerca de
la dama, sobre un atril se podía
ver un grueso libro cerrado
del que sobresalía un punto
de lectura. Wilhelm la contempló
con intensa piedad y empezaron
a hablar sobre el asunto de
la obra teatral basada en la
vida del antepasado de la condesa.
Quedaron en que el poeta se
documentaría en la biblioteca
del palacio y que, por tanto,
podría disponer de unas habitaciones
si precisaba hacer noche algún
día. Al final se despidieron
fijando para dentro de una semana
la nueva visita de von Reisenbach
ya dispuesto a empezar el trabajo.
La
condesa entonces, agitó una
campanilla que tenía a mano
diciéndole al caballero:
-Os
acompañarán hasta la salida.
Él
nuevamente besó su mano y en
ese preciso instante se abrió
la puerta por la que antes salieran
las damas que la acompañaban,
y una de ellas, que permanecía
en la penumbra, les hizo una
reverencia y quedó esperando.
-Acompañad
a Wilhelm von Reisenbach hasta
el carruaje.
La
muchacha hizo otra inclinación,
y dando media vuelta, guió al
visitante por un dédalo de corredores
oscuros hasta llegar a una puerta-ventana
abierta sobre los paseos del
jardín. Ella salió al exterior,
y Wilhelm, momentáneamente deslumbrado
por el sol, la siguió un poco
vacilante temeroso de tropezar
con algo. Entonces la joven
se detuvo de improviso y se
volvió, bañándola por completo
la luz solar de aquel atardecer
de estío.
Wilhelm
creyó que deliraba, o que era
víctima de alguna alucinación
engañosa, y, frotándose los
párpados, volvió a contemplarla
con incredulidad.
-¿Tanto
he cambiado, señor? –preguntó
ella y el poeta creyó que su
corazón cesaba de latir.
-¡Liesel!
–exclamó sin poder entender
nada de lo que estaba sucediendo.
-¿Tanto
he cambiado? –repitió ella con
una sonrisa tan conmovida como
lo estaba Wilhelm.
Él
la miró como si fuese la primera
vez que la veía, y, en efecto
algo de eso había porque aquella
Liesel era otra, una mujer en
sazón; la chiquilla adorable
había dado paso a una joven
de senos generosos y amplias
caderas, incluso había crecido,
pero su talle continuaba estrecho
y su rostro estaba más bello
que nunca con las acostumbradas
lágrimas bailándole en los enormes
ojos castaños. Wilhelm pensó
que ahora tenía un porte seguro
y majestuoso, y también, hombre
al cabo, que desnudo, su cuerpo
debía de haber ganado en voluptuosidad.
Sigue...